No he sido comentarista deportivo, ni deseo ingresar a esa actividad que genera hipertermia a través de las discusiones de los narradores de fútbol, béisbol, básquet, tenis, golf, boxeo, patinaje sobre el hielo, natación, salto largo, triatlón (ciclismo, natación y maratón), pesas, lucha libre, regatas, alpinismo, esquí, atletismo, gimnasia olímpica, automovilismo, motocross, surfing y los que compiten representando a muchos otros países que rematan en las más rebuscadas versatilidades del deporte.
Admiro el deporte y a los deportistas porque fui joven y aún conservo diplomas muy calificados, logrados en los campos de los colegios de Bogotá y Barranquilla, donde finalicé mis estudios de bachillerato. Y ahora, en un alarde de burguesa ociosidad, me gusta disfrutar los domingos de los teledeportes.
Pero en mi memoria infantil hay un polvoriento archivo de datos relacionados con el boxeo, los cuales probablemente no están registrados en los anales de ese deporte en nuestro medio, que bien merece llamarse arte brutal de traumatismos cerebrales, consecuencia del descuido de los manejadores en el cuadrilátero que produce millonarios guarismos de dólares y cuantificables necrosis de células cerebrales.
Mis primeros recuerdos del boxeo se remontan a mis cinco años de edad, en brumosas imágenes en la ciudad de Nueva York, lugar donde vivíamos.
En varias ocasiones estuve con mis padres de visita en casa de la familia Sali Mann, de la que hacía parte Kid Sali Mannera, a la sazón un boxeador de carrera ascendente y brillante en el firmamento de los guantes.
Pero en sentido contrario, en su hogar la persona del boxeador declinaba en los brazos de una extraña neurosis. El comportamiento con su esposa Mary y su hijo mayor era en extremo sospechoso, irregular, compulsivo y mantenía en angustioso clima a sus pequeños retoños.
Padre irreflexivo y severo, sin que mediara falta alguna de su hijo, lo castigaba con golpes y violencia enviándolo a la cama y arrebatándole su comida. Luego se sentaba a la mesa y consumía grandes porciones de carne en medio de un apetito voraz e insaciable.
De regreso a Colombia, en el año 36, se enteraron mis padres que el boxeador había perdido la razón y estaba internado en una casa de reposo.
La ciencia de masacrar con los puños parece ser ‘un camino corto’ en cualquier dirección, para reducir considerablemente la distancia que separa al hombre de la riqueza o la locura, de la fama o el cementerio, de la cima de la gloria a la nada.
Poseo también otro recuerdo menos nebuloso. Por la década de los años 50, semanalmente hacía su aparición en nuestro almacén un hombre a quien mi hermano ayudaba generosamente.
Su cuerpo enjuto, esquelético, caquéxico, sostenía su cabeza semi-inclinada semejando las seis y cinco. En su cerebro apenas se generaban órdenes reflejas y su boca solo emitía sonidos desarticulados. Caminaba dando tumbos.
A una señal, extraía del bolsillo de su camisa un documento de identificación que ostentaba la foto de un individuo corpulento, rebosante de salud y fortaleza, tomada diez años atrás.
Aquello nos causaba estupor y un cierto estremecimiento en el alma. Era lastimoso comprobar cómo una persona podía ser despojada de todo su potencial humano, por el efecto de los golpes y los impactos recibidos en el cuadrilátero de los millones…