No soy amigo del caviar, por elegante que sea, pero esta semana, al ver un frasco marcado ‘caviar de aceite’ en la vitrina de una tienda en Andalucía, la curiosidad hizo que me detuviera. Lo de ‘caviar’ aludía a la forma del producto y no a algún origen ovular o marino, pues se trataba de pequeñas gotas de aceite de oliva “encapsuladas en una membrana esférica formada por un hidrocoloide termoirreversible”, lo cual, en el sabroso acento andalú de la dependiente del almacén, suena menos terrible, lo aseguro. Fascinado –quién no– por los hidrocoloides termoirreversibles, acabé por llevarme el frasquito, constatando que lo de ‘caviar’ también aplicaba además a su precio.

Eso me llevó a pensar en el ñame.

Me refiero a la simpática campaña que han lanzado por redes sociales los cultivadores de ñame de los Montes de María para vender la cosecha de este año, tan copiosa que triplicó el rendimiento de años anteriores, excedió la demanda, deprimió los precios y los tiene a punto de perder su esfuerzo y sus ingresos. Además de a un video en YouTube, han acudido al apoyo gubernamental, al del sector privado, al de los medios de comunicación y hasta al del Papa, a quien le fue presentado un ñame de ocho libras para que lo bendijera.

Aunque me solidarizo con los agricultores y apoyaré, en lo que pueda, su causa desde mi cocina, no pasa desapercibido para mí cómo este episodio encapsula (no sé si termoirreversiblemente) buena parte del drama del agro colombiano y una debilidad general de nuestra economía. Pues el ñame así, sin más valor agregado que haberlo sacado de la tierra y llevado a un punto de distribución, es, sin duda, un alimento valioso, pero poco promisorio desde el punto de vista comercial. La ley de la oferta y la demanda, como hemos visto en este caso, puede transformar una buena cosecha en una calamidad. Y eso se agrava con el pasar de los días, pues un producto perecedero tiene que consumirse rápido o se echa a perder.

Comparemos esta situación con la creatividad que han desplegado los olivareros españoles para sacar de un artículo común y corriente, la aceituna, derivados de altísimo valor agregado que cuestan, gramo a gramo, veinte veces lo que el fruto original. Y el carácter perecedero de un producto no tiene que ser impedimento para su éxito en el mercado, por el contrario. Muchas cosas que hoy consideramos exquisiteces, como el prosciutto, el salami, el queso y el vino, nacieron como tecnologías de conservación: eran la manera de aprovechar los excedentes de carne, leche, fruta, etc., en tiempos en los que no existían las neveras. La necesidad, bien lo sabemos, es la madre de la invención.

Lo que la ciudad puede aportarles a los cultivadores de ñame, y al agro en general, no es tanto la solidaridad –que también–, sino el capital y el potencial investigativo que existen en los centros urbanos: buscar maneras de agregar valor a los frutos de la naturaleza para hacerlos más vendibles, atractivos y rentables. Sin perjuicio de sus usos tradicionales, no es descabellado imaginar que, con algo de innovación, se puedan obtener, incluso de un rústico tubérculo, derivados más sofisticados y lucrativos. Pero no será el Papa, sino quizá algún hidrocoloide de laboratorio, quien nos hará el milagro.

/ @tways