Hace muchos meses, diría que mínimo dos años, escribí sobre los cinco personajes delegados por el presidente Santos para sentarse a dialogar, discutir y sacar en claro unos acuerdos que permitieran la dejación de las armas de la guerrilla de las Farc y su incorporación al ejercicio político democrático, o sea, que la palabra reemplazase el estruendo y el horror del disparo, el cilindro bomba, la emboscada, la sinrazón de la violencia en todas sus formas, que comprobado está no conduce sino a la muerte, el dolor, el desplazamiento, la ira, la venganza y toda clase de emociones y acciones negativas. También ellos debían reconocer que existieron –y aún existen en Colombia– desigualdades aberrantes en la tenencia de la tierra, se sigue exterminando la riqueza de páramos y humedales proveedores del agua y que existen millones de niños que, hoy por hoy, no tienen la menor esperanza de conseguir sus sueños a lo bien, como debería ser.

Sé que muchos a esta altura del artículo están pensando o diciendo en voz alta, esta vieja imbécil les cree a esos bandidos narcotraficantes que quieren hacer de nuestro país otra Venezuela. Entiendo y respeto esa posición, aunque de plano no comparto la idea del castrochavismo en Colombia, simple y llanamente porque no existen las condiciones ni las contradicciones necesarias para que se produzca tal barbarie. Y, además, este comentario no va dirigido a ensalzar a los que deponen armas –lo que me parece admirable y valiente– sino especialmente a los cinco de La Habana y en especial a Sergio Jaramillo Caro, quien ya debe estar trasladando su residencia a Bruselas, donde nos representará como embajador. Incluyo también a Humberto De La Calle, pero como está en el tintero de precandidatos no me voy a explayar en sus virtudes, porque no le voy a hacer campaña a nadie. Votaré, como siempre, pero primero estudiaré programas, no sin decir que tanto él como los generales Mora y Naranjo merecen mi respeto y admiración.

Pero fue Sergio Jaramillo quien aportó y defendió en nuestro nombre, la necesidad y obligación (esto lo añado yo) de abrir espacio a nuevos liderazgos y la inclusión de nuevas voces desde los territorios asolados por la guerra, para que de verdad alcancemos algún día a llamarnos democracia real, que lo que tenemos ahora es un remedo donde solo hablan y actúan los de siempre, ricos y poderosos, llámense liberales o derechistas. Ese logro me obliga –con el corazón en la mano y con mucho amor en el corazón– a decirle unas gracias inmensas. A desearle mucho descanso, tranquilidad y certeza del deber cumplido, digan lo que digan quienes no entienden que es mejor la guerrilla en el Congreso y en la plaza pública, desarmada, que emboscada en las montañas.

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