Se cumple este año una década de la publicación de un libro que nació con un galardón internacional bajo el brazo, el Premio Tusquets de Novela, reconocimiento al que se sumaría, más allá de los confines de nuestro idioma, el del prestigioso Independent Foreign Fiction Prize, otorgado en 2009 en Gran Bretaña: Los ejércitos, de Evelio Rosero.

En los años siguientes, la nouvelle –pues eso es, una nouvelle, o novela corta– ha visto cómo la crítica ha revalidado esos lauros. Por mi parte, la reciente lectura de ella me ha permitido hallar que son justos, pues, minucias aparte, no sólo no hice otra cosa que asentir en el curso de sus 208 páginas, sino que, llegado al impresionante y redondo final, pude apreciar que la obra, en conjunto, es irreprochable.

Ambientada en el marco del conflicto armado que ha azotado a Colombia en las últimas décadas, la violencia traza a lo largo de su trama un dramático crescendo cuyo clímax –no cabe aquí un término más justo– cierra el círculo que abre la escena del comienzo, escena en la que se plantea uno de los rasgos centrales del narrador protagonista: su voyerismo crónico. De ahí que ese voyerismo no resulta a la larga, y como puede parecer al principio, un mero elemento anecdótico sin conexión con el tema central del relato, sino que es consubstancial a éste, dado que nos muestra que algunas formas de parafilia, que encuentran en la guerra el terreno propicio para su canalización, acaban siendo uno de los modus operandi de la violencia política.

Incluso, más allá de esta interpretación, el mero hecho de que la novela –una novela, como he dicho, sobre la violencia política– comience con el episodio en que un hombre acecha a una mujer desnuda y termine con otro en que ese mismo hombre acecha a esa misma mujer desnuda, pero ahora muerta y mientras es violada una y otra vez por un grupo de combatientes, constituye un logro argumental.

Otro logro de Los ejércitos radica en que, sin rehuir la descripción de los hechos más cruentos, no cae en el simple y grotesco “inventario de muertos” que denunciaba García Márquez, ya que equilibra esa exposición directa de las brutalidades atroces con la del miedo de los sobrevivientes, así como con su lirismo, su onirismo, sus inmersiones introspectivas y lo que podría llamarse cierta fantasmagoría rulfiana. En todo ello, precisamente, estriba su eficacia estética.

En un artículo de 2008 sobre esta magnífica obra de Rosero, Juan Gabriel Vásquez concluía diciendo que “detrás de los secuestros y las desapariciones y los asesinatos selectivos” que se narran en ella, “una sola pregunta va quedando: ¿cómo sería este país sin los ejércitos?”. Leída hoy, mientras la novela nos retrata con vividez lo terrible que era la cotidianidad de sus víctimas constantes, uno agradece que una Colombia sin ellos sea cada vez menos una pregunta hipotética.