Comienzo por contar que soy una de los millones de colombianos que fuimos recibidos en Venezuela con los brazos abiertos y un abanico de posibilidades de trabajo, desde los tiempos de los presidentes Carlos Andrés Pérez y Lusinchi, cuando hasta el más miserable corregimiento poseía tremendo camino pavimentado y las autopistas atravesaban la república. Días aquellos donde la clase media —amplia y poderosa económicamente— y ya no digamos los ricos, volaban a Miami a hacer mercado, como quien camina al hipermercado de la esquina. Caracas era una meca de la cultura y no había movida latinoamericana que no la tuviera de epicentro.
Eran los años setenta y resplandecía el petróleo y como no, la corrupción, pero como alguna vez dijo el presidente Turbay Ayala estaba reducida a su mínima proporción y como el dinero alcanzaba para todos, se vivía en paz, con mucha alegría, felicidad y una solidaridad impresionante con los millones, sí, millones, de colombianos que aterrizábamos allá buscando una mejor vida que sin lugar a dudas obteníamos. Mi caso fue una huida a la retaliación política de algunos caciques a quienes les dañé un negociado, al parecer multimillonario, porque me tocó salir en candela, ante la afirmación de la Procuradora Regional confirmada por el general de la Cuarta Brigada de que no tenían modo de protegerme del cumplimiento de las amenazas recibidas. Así engrosé las filas de los exilados políticos y aún hoy no tengo idea de a quién o a quiénes les pisé el callo pero mi agradecimiento será eterno con Juan B. Fernández R., mi mentor periodístico que sin ser periodista de EL HERALDO se apersonó de mi caso y me ayudó a conseguir la visa y advirtió telefónicamente a todos y cada uno de los senadores de esos días que sería propicio para todos que nada me sucediese.
Tuve la suerte inmensa de tener grandes amigas diplomáticas destacadas en Caracas por nuestra cancillería quienes me acogieron y respaldaron, pero sin Estela Vargas de Blumenthal, Cónsul de Colombia en Caracas, no habría superado el terror que llevaba en las venas y fue en su casa donde me refugié durante meses. Y como iba permanentemente al consulado conocí a miles de colombianos, en mayoría de los pueblos del Atlántico, que habían logrado establecerse buenamente y podían mantener a sus familias en los pueblos de origen.
Por eso me parte el alma que a los hijos de esos colombianos los estén pateando y ofreciendo salarios de hambre, que demuestran la escasez inmensa de compasión, de empatía y lo desagradecidos que podemos llegar a ser, con hermanos nuestros atropellados hoy por una infame dictadura. Nos corresponde recibirles, apoyarlos y hacer que se sientan nacionales, porque lo son por derecho propio.
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