Profe, ¿nos presta un balón para jugar?”, dice uno de los tantos niños que corretea sin cesar por la Fundación Santa Faustina de la Divina Misericordia en el corregimiento de Palermo, en el municipio de Sitionuevo, Magdalena. La “profe” es Yolanda Manjarréz, de 69 años, quien les da el balón e inmediatamente varios de los pequeños se unen en un partido rápido en el que solo importa divertirse.
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Es jueves, el tercer día de atención de esta fundación que lleva poco más de 10 años alimentando de fe y esperanza a unos 50 pequeños de esta población. Junto a Yolanda, su esposo Donaldo Olivella, de 73 años, encontraron en este lugar que crearon desde cero su vocación de servicio para seguir propagando la devoción a Jesús Misericordioso brindando una atención integral a través de un comedor.
Esta pareja conformada por una guajira de San Juan del César y un valduparense está próxima a cumplir, el 25 de abril, 50 años de casados y su vida y matrimonio ha sido ejemplo de cómo la fe no solo mueve montañas sino que edifica en los corazones de quienes más lo necesitan.
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“Comenzamos esta labor del servicio en el barrio Las Estrellas, de Barranquilla, cuando estábamos muy jóvenes. Ahí conocimos al padre Rafael Ahumada, que apenas estaba estudiando, y con uno suizo, el padre Emilio Conrad y se hizo una capilla allá en Las Estrellas”, explica Donaldo.
Siguiendo ese llamado, aunado a la misión suiza liderada por el padre Conrad en el barrio Los Olivos, “cuando construyeron todo el colegio San Borromeo, construyeron la iglesia, con ellos empezamos una misión muy bonita, fue como un llamado, sentimos el deseo de poder servir”, añade Yolanda.
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Así luego de estar sirviendo en varias misiones, siempre con esa vocación que los ha caracterizado en su vida, por los devenires de la vida terminan emigrando a Costa Rica en el año de 1999 y allá en Centroamérica su solidaridad continuó.
“Vivimos alrededor de 10 años y también teníamos una misión con unos amigos de la calle, y teníamos el apostolado de la Divina Misericordia en Costa Rica. Regresamos en el 2008, con un llamado especial de venir nuevamente, reencontrarnos con nuestra familia, a seguir propagando la devoción a Jesús Misericordioso, que nos atrajo demasiado, servir a través de la misericordia”.
Al regresar a Colombia, buscaron dónde continuar su apostolado. Fue en la Catedral de Barranquilla donde retomaron el camino que habían dejado en pausa. “El padre Ahumada estaba ya de párroco, y le dijimos: queremos tener un grupo de la vida de misericordia aquí. Él es como un hijo para nosotros”, relata Yolanda. Ese fue el punto de partida para estructurar lo que después se convertiría en la Fundación Santa Faustina, inspirada en la religiosa polaca considerada la secretaria de la Divina Misericordia.

De Villa Clarín a Palermo
La intención inicial fue instalar el comedor en Villa Clarín, muy cerca de Palermo. “Pagamos arriendo por tres meses”, recuerda Donaldo. Pero les advirtieron que allí llegaría una fundación más grande. “Nos dijeron que todos los niños iban a estar acaparados por esa fundación. Nosotros que éramos pequeños, ¿qué íbamos a hacer?”.
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La líder comunitaria del lugar, con tono político, les ofreció “traer los niños de Palermo” para que su comedor tuviera beneficiarios. Fue entonces cuando Yolanda, con lógica sencilla, razonó: “Si hay niños en Palermo, vamos a Palermo”. Se fueron sin conocer a nadie.
Mientras Donaldo intentaba recuperar algo del dinero invertido en Villa Clarín, Yolanda, ya en Palermo, se encontró con la hermana Beatriz, religiosa de la comunidad de Las Nieves. “Ella nos dijo: ‘han llegado unos ángeles’. Nos abrió las puertas de la capilla y nos permitió hacer inscripciones allí”.
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Consiguieron una pequeña casa con patio enrejado para iniciar el comedor. Un año después, decidieron dejar de pagar arriendo y comprar un terreno propio. “Una amiga nos vendió una partecita aquí. Era el basurero de Palermo. Había charcos, culebras, árboles, de todo. Pero era lo que podíamos pagar”, cuenta Yolanda. Pagaron con una nevera sacada a crédito y con un millón de pesos que les regaló otra amiga. “Dios permite todo. Tú haces esto y Él hace esto otro. Siempre te lleva más adelante”.
La construcción fue comunitaria. Con un préstamo y 2000 bloques, iniciaron la obra. Los bloques fueron transportados por los niños “con bloquecitos en las manos”, como lo narra Yolanda. La primera estructura fue una estiva. Luego, una paredilla. “Nos prestaron 14 millones de pesos sin tener cómo respaldar. Los vecinos querían tumbar la obra, pero les dijimos: si quieren, túmbenla, pero esta obra va a seguir porque es de Dios”.

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El jefe del Ejército en Magdalena llegó hasta la fundación. “Yo creí que venía a tumbarlo todo, pero me dijo: ‘Si alguien se mete con esto, me avisa’. Fue un apoyo que no esperábamos”.
Hoy la Fundación atiende a unos 50 niños, dependiendo del día. “A veces llegan 40, 45, hasta 50 y pico”, precisa Donaldo. Se les recibe con actividades lúdicas, juegos, bailes y consejería. Luego, los alimentos. “Después de comer, se lavan las manos, se limpian, y se van a estudiar. Todos están en jornada de la tarde”.
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Un espacio de fe
Antes de construir más, decidieron levantar una capillita. “Es nuestro pilar”, explica Yolanda. En ella hacen oraciones por grupos. Los niños entran solos, a veces se quedan en silencio. “Es un lugar santo para orar”, resume Donaldo. En fechas como Semana Santa o diciembre, se integran con la capilla del pueblo e invitan a los niños y sus familias.
La ayuda principal proviene de la hermana Aura y su familia. “Desde la pandemia, sin esa colaboración, esto estaría cerrado”, confiesa Yolanda. “Nos traen mensualmente una compra y un pequeño aporte. No ha fallado un solo mes”. También han debido fiar en las tiendas de Palermo, donde los conocen y les permiten pagar cuando Donaldo cobra su pensión.
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El impacto de la fundación no es solo alimenticio. “Los niños y los padres respetan mucho este lugar. No dicen malas palabras. Y si lo hacen, se acusan ellos mismos”, cuenta Yolanda. “Antes llegaban sucios, descalzos. Hoy vienen limpiecitos”. La transformación es visible. “Los papás nos quieren mucho, han cogido cariño. Es una de nuestras grandes satisfacciones”.
Donaldo y Yolanda han trabajado con habitantes de calle, pero coinciden en que lo vivido con los niños es lo más profundo. “Con los niños es otra cosa”, dice ella. “Con ellos hay amistad, sinceridad. Nos abrazan en la calle, nos llaman, nos sonríen. Esa es nuestra mayor recompensa”.
