Como se esperaba, la inaceptable invasión de Vladímir Putin a Ucrania, maniobra flagrantemente violatoria del derecho internacional, ha desencadenado una guerra de devastadores impactos humanitarios, con un indeterminado número de víctimas mortales y medio millón de personas buscando refugio en los países vecinos, tras los primeros cinco días de la imparable ofensiva de la maquinaria bélica rusa. Ni siquiera los bombardeos sobre suelo ucraniano cesaron, mientras las delegaciones de ambos países permanecían reunidas en la región de Gómel, territorio fronterizo de Bielorrusia, buscando una salida negociada al cruento conflicto que, por ahora, no se vislumbra ni cerca ni posible.

Pese a que las partes acordaron reencontrarse en los próximos días para continuar explorando caminos que pongan fin a la catástrofe en curso, la determinación del anfitrión de las conversaciones, el autoritario presidente Alexander Lukashenko, de sumarse a las hostilidades permitiendo que desde su territorio se lanzaran misiles rusos contra Ucrania, deslegitima a este país como un garante neutral, convirtiéndolo –cómo no– en una extensión del Kremlin. Siempre ha sido así. El llamado último dictador de Europa es un fiel heredero político de la Unión Soviética y Bielorrusia, que el pasado domingo votó a favor de acoger en su espacio las armas nucleares de su aliado, funciona como un protectorado de Rusia. Considerar lo contrario resulta una estrechez de miras.

Está claro que el autócrata Putin aparece detrás de esta jugada con la que vuelve a patear al tablero, metiendo aún más presión a Ucrania y, de paso, a la Unión Europea, para que acepten sus condiciones sobre un eventual retiro de su poderoso ejército de ese país, en el que ha encontrado una valerosa resistencia, liderada por su presidente Volodímir Zelenski, considerado el principal blanco a derribar por Moscú. En el ajedrez de Putin y sus lugartenientes, donde ninguna línea roja es infranqueable, y luego de dar un paso más al poner en estado de alerta máxima a sus fuerzas nucleares, el gobernante insiste en que no está dispuesto a ceder ni un milímetro en su velada estrategia expansionista, aunque las durísimas sanciones económicas y medidas de presión de la comunidad internacional estén teniendo efecto en distintos ámbitos, desde el financiero hasta el deportivo, pasando por el cerco a los oligarcas rusos.

Tensando aún más una cuerda a punto de romperse en Europa del Este, Putin le reiteró al presidente francés Emmanuel Macron que Kiev debe reconocer “la soberanía rusa de Crimea, la desmilitarización y la desnazificación de Ucrania y el cumplimiento de la oferta de neutralidad”. Exigencias que Zelenski ha descartado en varias ocasiones, con lo cual el conflicto sigue gravitando sobre los mismos supuestos inasumibles decretados por el intransigente Putin. El escenario se torna realmente incierto frente a las próximas acciones que acometan los actores de este inimaginable teatro de operaciones. Indudablemente, una mayor escalada de un conflicto potencialmente desestabilizador de la seguridad global dependerá de ello.

Si la Unión Europea accede a convertir a Ucrania en uno de sus países miembros, en una decisión inédita en la historia del bloque comunitario, como lo solicitó oficialmente el presidente Zelenski, ¿qué tanta implicación adicional podría llegar a tener en esta impredecible guerra a la que ya aportará armamento ofensivo y letal financiado con fondos europeo, entre ellos cazabombarderos, para entregar a Kiev? Lo que está en juego es incalculable. Por primera vez, Europa parece dispuesta a enfrentar a Vladímir Putin, un personaje que hoy luce tan imbatible como peligroso, asumiendo los elevadísimos costos que sus medidas desaten en el interior de la propia Europa, por cuenta de la respuesta del autócrata gobernante, capaz de redoblar a diario su amenaza al mundo.