Contrario a lo que se esperaba, pero —sobre todo— deseaba, María Corina Machado no alcanzó a llegar a tiempo a la Alcaldía de Oslo, Noruega, para recibir el reconocimiento que la acredita como la premio nobel de la paz 2025. Pese a esto, es irrefutable que la historia ofrece momentos únicos que no necesitan de la presencia física para estremecer al mundo.
Y fue así porque su poderoso e inspirador discurso de libertad, leído por su hija, Ana Corina Sosa, que habló de una mujer perseguida, de un país fracturado y de una feroz dictadura que ya no puede esconder su derrota moral, retumbó con atronadora fuerza en un recinto donde la emoción se mezclaba con la esperanza de una nación que anhela volver a respirar.
De hecho, cuando María Corina, a través de la voz de su hija, dedicó el galardón a los presos políticos, a los perseguidos, a sus familias, y aseguró que “el pueblo venezolano no se rinde”, muchos de sus compatriotas se sintieron parte del crudo relato con el que la líder opositora describió el dolor de un país sufriente y, en particular, de su diáspora que sueña a diario con volver a casa. Ciertamente fue un homenaje a los millones de héroes que han luchado por su libertad y resistido en silencio la brutal opresión de un codicioso aparato político-militar que acumula más de un cuarto de siglo desmontando la democracia, falsificando la historia.
Venezuela es una herida abierta, como de manera acertada lo precisó Machado. Cuando una madre —durante años— no puede abrazar a su hijo que ha sido empujado al exilio, el vacío de la ausencia se hace insoportable para ambos. En Colombia lo conocemos bien, porque padecemos ese sufrimiento con buena parte de sus ocho millones de ciudadanos expulsados por el hambre, el miedo o la persecución. Desde luego, Venezuela duele mucho.
María Corina ha estado escondida 16 meses, tras las presidenciales de 2024, que de manera descarada el dictador Maduro y sus secuaces se robaron. De ahí que el anuncio de su hija de que iba a abrazarla “en unas horas”, luego de su viaje desde Venezuela, en una operación de máximo riesgo, se entendió como un mensaje cargado de simbolismos. El más sugerente indica que la presión internacional alcanza niveles que el régimen ya no puede gestionar.
La dictadura, denunciada sin ambigüedades por el Comité Noruego del Nobel como un “Estado brutal y autoritario”, parecería entrar en sus horas más frágiles. Era indispensable que se señalaran sus atrocidades en una tribuna tan relevante, al igual que se le exigiera la renuncia a Maduro, derrotado en las urnas. Porque mientras allí en Oslo se celebraba la dignidad, en Venezuela miles de inocentes aún permanecen en celdas oscuras sin garantías, siendo torturados por los esbirros de un tirano que convirtió a su país en un Estado criminal.
La voz de la comunidad internacional debe ser firme: Venezuela no está sola, el mundo no le da la espalda, su libertad se acerca. La oposición democrática necesita respaldos. No se puede caer más en la indiferencia ni tampoco en las confusiones o equívocos del gobierno Petro. Es hora de mantener la causa del movimiento opositor que lidera Machado, de decir basta a la manipulación de la narrativa política y de perseguir a quienes reclaman derechos democráticos. Válido para el vecino, válido para todos los que pretendan emular sus pasos. En los actuales tiempos de autoritarismo democrático, Venezuela es un espejo, en el que todos nos debemos mirar a la hora de elegir a nuestros gobernantes.
El Nobel a María Corina es, en realidad, un nobel a la gente que cree en ella. A los que marchan, a los presos políticos, a los exiliados, a los que mantienen viva la llama democrática en la oscuridad, a la que el sátrapa de Maduro condenó a su gente. El cerco se empezó a cerrar. Venezuela debe acelerar su transición democrática por medios pacíficos. Y valga precisar, como el Comité Nobel hizo, “Machado solicitó atención, apoyo y presión internacional, no una invasión de Venezuela”. Decir lo contrario es dar crédito al chavismo.
El fin de una dictadura nunca llega de golpe, se manifiesta con señales. Y este Nobel es una de ellas. Tal vez la más clara, esperanzadora o legítima de las que alguna vez se han tenido. Y ojalá, muy pronto, como tantas familias venezolanas desean, la promesa de un abrazo no tenga que materializarse en Oslo, sino en cada municipio de Venezuela. Porque cuando un pueblo se levanta, y este lo demostró en las urnas, ningún régimen —por más violencia, represión o alianzas que invoque— podrá aguantar para siempre. ¡Gloria al bravo pueblo!







