El feminicidio de Kelly Jhoana De Arco, a manos de su expareja, Eduar Alfonso Castro Daza, quien le propinó tres balazos a pocos pasos de la entrada de su vivienda, corrobora –una vez más– que el Estado falla en su deber más básico: proteger la vida de las mujeres víctimas de violencias de género. Como tantos otros casos en los que prevalece el mismo patrón de indefensión adquirida, la mujer había recibido maltratos, amenazas, acoso persistente de este sujeto y, aunque buscó ayuda institucional, puntualmente de la Fiscalía, la dejaron sola.
Otra vez los falsos lamentos. Otra vez los mea culpa de las entidades públicas por un crimen anunciado. Uno más. Cuándo será ese día en el que el sistema de protección de las mujeres, que son además sujetos de especial protección constitucional, comprenderá finalmente que las violencias de género no se enfrentan ni resuelven a punta de comunicados rebosantes de buenas intenciones. La respuesta institucional integral, impulsada por los programas a cargo del estéril Ministerio de Igualdad y Equidad, sigue siendo, en casos como el de Kelly, una ruta fallida que no previene, ni atiende, ni hace seguimiento, ni monitoreo.
Lo sucedido en el conjunto residencial Metrocentro en la madrugada del lunes 6 de octubre no puede reducirse a otro episodio de violencia contra las mujeres que pasará al olvido tras un nuevo feminicidio. ¿En qué clase de sociedad indolente e inhumana nos convertimos cuando normalizamos estos crímenes estructurales motivados por un machismo endémico?
Kelly Jhoana es ahora el rostro de miles de mujeres, madres, hijas, hermanas, que cada año son ignoradas por un sistema que reacciona tarde o no lo hace nunca. La presidenta de la Comisión Legal de Mujeres de la Asamblea del Atlántico fue rotunda en su diagnóstico: “La ruta volvió a fallar”. Sí, pero quienes fallan tienen nombres, cargos y presupuestos públicos asignados. De manera que aquí hay responsabilidades que deberían ser asumidas cuando es el mismo sistema el que revictimiza a quienes solicitan protección efectiva para sus vidas.
Kelly Jhoana la había pedido, de acuerdo con lo expresado por sus familiares a EL HERALDO. Y ahora está muerta. Su feminicida, a quien precede un extenso prontuario judicial con acusaciones por homicidio, lesiones personales y porte ilegal de armas, la rondaba desde el mismo momento en que ella decidió cortar por lo sano su relación. Antes de acribillarla, alias el Negro ya había dado alarmantes señales de sus crueles intenciones, ingresando sin autorización a su casa, dañando sus pertenencias y, sobre todo, ejerciendo una brutal violencia verbal y física en su contra. El criminal se entregó a la justicia, después de matarla.
Pese a que Carlos De Arco, padre de la víctima, fue testigo del hecho y entregó detalles del mismo a las autoridades, el asesino no aceptó los cargos. Coherencia. Es el momento de la justicia. Sin sanciones ejemplares, los agresores de mujeres seguirán actuando con total impunidad. Las falencias del sistema judicial, en el que las investigaciones se hacen eternas, las capturas rara vez llegan a tiempo y los vencimientos de términos concluyen en la libertad de los responsables, entre otras negligencias institucionales, no hacen más que revictimizar a las familias de las asesinadas. Por qué sumar más dolor a hogares rotos por tanta infamia.
No hay excusa. Si en Colombia tenemos desde 2015 una ley contra el feminicidio, la Rosa Elvira Cely, que posibilitó nuevas normas, protocolos, campañas institucionales y la creación de fiscales especializados, ¿por qué seguimos contando mujeres muertas? Las respuestas saltan a la vista: las rutas de atención no funcionan, las medidas de protección no se ejecutan y las autoridades siguen sin priorizar la vida de las víctimas de violencias de género.
Todo feminicidio es una tragedia evitable. Las vidas truncadas de Kelly, Cristina Paola, Yalileth Vanessa, María Alejandra y de muchas otras víctimas de la violencia machista en el Atlántico nos recuerdan que no puede hablarse de justicia ni de paz social mientras las mujeres sigan siendo asesinadas. Exigir justicia para ellas no es un clamor de los colectivos feministas, sino una deuda del Estado con la sociedad, con sus familias. Una deuda que se paga con instituciones presentes, comprometidas, con enfoque de género y cero tolerancia a la impunidad. Basta ya de que a las mujeres las maten y sus agresores caminen libres.