José ‘Pepe’ Mujica era un hombre de convicciones tan firmes que su existencia misma fue reflejo fehaciente de la estoica coherencia que lo distinguió hasta el último de sus días. La utopía de su austeridad monástica, consecuente con su pensamiento, mensajes o acciones, le granjeó el reconocimiento de quienes se resisten a sucumbir bajo las ruinas de un mundo donde la frivolidad suele acribillar el debate político. Él fue la excepción, en vez de la regla.

Mujica tuvo una apasionante e intensa vida que se gastó tratando de cambiar el mundo. No pudo, pero al menos se entretuvo. Soñó, peleó y luchó hasta que sus fuerzas, menguadas por el cáncer, primero en el esófago y luego en el hígado, se lo permitieron. Contra toda esperanza, recorrió los caminos del cielo y del infierno, sobre todo conoció a este último a fondo durante sus distintas etapas como militante político, guerrillero tupamaro, presidiario, rehén del régimen militar, legislador, ministro, figura de la coalición de izquierdas Frente Amplio y presidente de Uruguay. Cargo que desempeñó de 2010 a 2015.

Ciertamente le dio un sentido, un propósito, a su trepidante vida que estuvo a punto de perder en varias ocasiones. Una vez en 1970, cuando ‘Facundo’, uno de sus nombres de guerra, recibió seis balazos en un intercambio de disparos con policías. La otra, durante el tortuoso cautiverio al que lo sometieron, a él y a otros ocho jefes de los Tupamaros, durante los 12 años de la dictadura cívico-militar, la mayor parte de ellos –al menos siete- Mujica permaneció totalmente aislado, recluido en un pozo del que emergió respirando y apenas cuerdo, gracias a que aprendió a oír los gritos de las hormigas y a hablar con sus recuerdos.

Con absoluta seguridad, sin ese forzoso tránsito por un abismo tan espantoso como indigno, que redefinió su manera de pensar, el espacio en el que imaginaba echar raíces con su compañera, Lucía Topolansky, y, sin duda, la fuerza moral que anhelaba arraigar en la gente, el mundo solo habría conocido la anodina historia del guerrillero ‘Emiliano’, otro de sus apelativos, señalado de cometer actos violentos en defensa de la libertad o la justicia social.

Jamás pudo curar las heridas que el cautiverio le dejó en el alma o en el cuerpo, entre esas la pérdida de un riñón. Pero ni en la cúspide de su poder, Mujica, víctima por antonomasia de la barbarie dictatorial, acarició la idea de cobrarse las deudas de sus agresores: los militares. En un inusual acto de humanidad que lo retrató a la perfección, en vez de victimizarse decidió seguir viviendo, a sabiendas de que sería objeto de fuertes reproches.

Cual Ave Fénix, le demostró al mundo que sí era posible resurgir de las cenizas como un ser humano renovado. Si cabe, siendo una mejor versión, dispuesta a construir e ir probando caminos en un trasegar de vida distinto, más consciente, menos dogmático y, sobre todo, abrazando el inconmensurable valor de la sencillez para marcar distancia de la vanidad, arrogancia, ambición o la corrupción, males tan comunes entre políticos de todos los tiempos, latitudes y espectros ideológicos. Eso sí, el nuevo Mujica conservó su mirada crítica del capitalismo, al que atribuyó siempre la pérdida de la libertad del individuo, mientras insistía en que la clave de la admirable frugalidad de su quehacer diario radicaba en la moral.

Tras cerrar su vida política, con sus luces y sombras, porque por supuesto que las tuvo, Mujica se erigió en una especie de oráculo moderno, sobre todo de la izquierda. Valga decir que algunos líderes siguieron sus consejos, otros intentaron copiarlo sin ningún acierto, porque embriagados de soberbia mesiánica por sus descomunales egos terminaron siendo una caricatura de quien ha pasado a la historia como “el presidente más pobre del mundo”.

También cabría decir que fue uno de los que más legitimó su trayectoria, tanto la personal como la política. Cada acto público, también privado en la intimidad de su chacra, al lado de su amada Lucía y de Manuela, su perra de tres patas, manejando su destartalado escarabajo o su tractor, definían su filosofía. He ahí su grandeza. Excepcional. Ya está. Decía que no aspiraba a ser recordado, pero sus claros llamados a cambiar los valores de las personas le sobrevivirán por mucho tiempo. Me quedo con uno: “Hay que vivir audazmente, servir para abono y no para estorbo, simplificándose, volviéndose algo útil”. Buen viaje, viejo sabio.