No existen palabras para describir el dolor, la insondable desolación que ha dejado en las víctimas la matanza del ELN en el Catatumbo. Tampoco hacen falta. El sufrimiento de familias enteras despojadas del menor vestigio de dignidad humana por la repudiable barbarie de un puñado de desalmados grita a lo lejos. Su silencio ensordecedor se refleja en la incontenible tristeza que inunda sus ojos, en la mueca de horror dibujada en sus rostros desencajados y en la inconmensurable impotencia de haber dejado atrás, en cuestión de segundos, toda su vida. En algunos casos, también a familiares y amigos, todavía confinados en los municipios, de los cuales desconocen su paradero o si continúan con vida.

A lo largo de los últimos días, los colombianos hemos sido testigos del desgarrador trasegar de miles de almas desconsoladas que escapan como pueden del festejo de la muerte que guerrilleros del ELN decretaron en un territorio abandonado históricamente a su suerte por un Estado indolente que ni antes ni ahora ha sabido estar a la altura. Entre tanta infamia no cabe la hipocresía, no nos crean tan imbéciles. Quienes hoy arremeten contra el ineficaz gobierno de Petro, en su momento –cuando eran los mandamases– tampoco fueron capaces de resolver la estructural indefensión de una población sometida a la arbitrariedad de los envilecidos señores de la guerra que reciben protección de la dictadura de Miraflores.

Muchos de los adultos jóvenes obligados a huir con sus familias ante el ultimátum criminal del ELN son viejos conocidos del círculo de la tortura. Cuando eran niños experimentaron el penoso ritual del desarraigo, regresaron, echaron raíces, y ahora dan la vuelta sobre sus mismos pasos. Inacabable ‘déjà vu’ de la ignominia expresada en guerra por la coca, plomo, muerte, desesperanza, tristeza, desespero, miedo, derrota institucional. Pobre Catatumbo.

La fragilidad del Gobierno ha sido manifiesta en esta monumental crisis. Perdido frente al alcance de la declaratoria de un estado de excepción que tardó días en decretar tras anticiparlo, ausentándose de la nación en el peor momento de tan brutal drama humano o hilvanando delirantes e inconexos relatos para justificar su ceguera ante lo evidente, el fortalecimiento del ELN por cuenta de los ceses al fuego de la fallida paz total, el presidente Petro ha quedado expuesto, con sus vergüenzas al aire. Su desorientación ha sido patente.

De fracaso, también de errores, hablaba el mandatario hace días. Sin duda, los ha habido y, además, por montones, de modo que no es aventurado inferir que muchas de las víctimas mortales del Catatumbo se habrían podido conjurar. Al igual que el desplazamiento de miles de sus habitantes, que ha dado paso a un evento de tal dimensión que la Defensoría del Pueblo no duda en catalogarlo como el más masivo desde 1997, cuando se inició el registro.

Se nos agolpan las preguntas sobre por qué ningún organismo de inteligencia detectó el traslado de un centenar de guerrilleros desde Arauca a Norte de Santander, vía Venezuela. O es que nadie fue capaz de valorar la gravedad de semejante hecho u ocultaron, acaso, la información para no entorpecer el posible restablecimiento de la negociación, embeleco en el que se quiso persistir a toda costa pese a que el ELN hacía gala de un cínico desprecio de los llamados de comunidades que le rogaban al comando central acuerdos humanitarios, en la medida en que sabían o sentían que la guerra los acosaba cada vez con más fiereza.

¿Hasta cuándo el Ejecutivo y sus sectores afines seguirán normalizando o atribuyendo en exclusiva a sus predecesores el creciente caos de violencias derivado de cruentas disputas por control territorial y de rentas ilícitas que ELN y disidencias de Farc libran ahora, incluso entre sus propias facciones, en vastas zonas de Cauca, Antioquia, Chocó, Guaviare o Cesar?

¿Cuántos Catatumbos se gestan hoy? ¿Cuántos más le harán falta a Petro y compañía para entender que urge desandar el anárquico camino de confusión que su errática política de paz, con precipitados ceses al fuego y demás disparates, cimentó en el actuar de la fuerza pública que, a estas alturas, acusa notorio desmantelamiento de capacidades ofensivas y de inteligencia e impericia en la toma de decisiones estratégicas en materia de seguridad?

Frente al resurgimiento con intensidad de la guerra que socava la paz política y social en las regiones no se vislumbran alternativas viables. ¿Se decretará conmoción interior en toda la nación para retomar el control territorial y financiar proyectos de transformación social? O ¿se le pedirá a Maduro, el ilegítimo, que le cierre la frontera o expulse al ELN de su país? En ese caso, el chiste se cuenta solo. Coherencia. El inenarrable suplicio de la gente del Catatumbo debe ser el revulsivo para que el Gobierno asuma que no encara un caso aislado, sino el advertido naufragio de sus yerros con los ensoberbecidos armados ilegales. No es momento de agachar la cabeza ante el desmadre total, sino de dar un paso hacia adelante por el bien del país.