Colombia escribe desde este sábado una nueva página en la emotiva historia de nuestro fútbol femenino, debutando como sede de la Copa Mundial Sub-20. Más allá del indiscutible impacto social, económico y deportivo de un evento global como este, en el que se esperan 45 mil visitantes e ingresos por hasta $85 mil millones, buena parte de su relevancia radica en que es una valiosa oportunidad para dar otro paso crucial en favor de la plena igualdad de las mujeres, dentro y fuera del deporte. Un acto de justicia balompédica que merece todo nuestro respaldo.
Hasta este 22 de septiembre, jugadoras de 24 selecciones, incluida la nuestra, procedentes de América, Europa, Asia, África y Oceanía, disputarán 52 partidos en estadios de Bogotá, Cali y Medellín. Será una vitrina excepcional no solo para demostrar la evolución de Colombia como nación organizadora de eventos de talla mundial que demandan un ambicioso despliegue logístico –en Barranquilla, cómo olvidarlo, nos quedamos con las ganas de realizar los Panamericanos–, sino que también se convierte en una oportunidad para que las deportistas continúen señalando el camino para que el fútbol femenino siga creciendo de manera sostenible.
Se equivocaron de cabo a rabo quienes proclamaron que el fútbol femenino no le interesaba a la afición, no debía ser profesionalizado, tampoco respaldado por patrocinadores porque no les generaría ingresos y mucho menos transmitido por la televisión porque no tendría audiencia.
Ciertamente, si lo equiparamos con el fútbol masculino las brechas aún son insalvables, pero esos que insisten en las odiosas comparaciones o en falsos dilemas como un mantra para justificar su discriminación seguramente olvidan que mientras los hombres han jugado a la pelota desde el día uno, acrecentando el negocio alrededor del deporte más popular del planeta, las mujeres hemos tenido que batallar contra las desigualdades estructurales, hasta derribar techos de cristal u obstáculos relacionados con el abuso de poder, porque no teníamos derecho a tener derechos.
Es tiempo de dejar atrás, y para siempre, los comentarios ofensivos, burlas o discriminaciones de quienes, sin éxito, intentaron retrasar e impedir el desarrollo del que ahora es el deporte de equipo más practicado por las mujeres en el mundo. Esta ha sido una lucha épica soportada en la tenacidad de un puñado de pioneras que rompió estereotipos para mostrar su talento descomunal, pero que aún continúa librándose no solo en las canchas de fútbol, sino en el interior de la sociedad, cuando se les niega a niñas o adolescentes el acceso a un balón por ser cosa de machos.
En todo caso, en este juego largo siempre habrá desquite y el mundial nos lo confirmará. Sabemos de sobra que durante estas tres semanas chiquillas de las grandes ciudades o de la Colombia profunda, sin distinción de condición socioeconómica u origen, soñarán con seguirles los pasos a Linda Caicedo, Yunaira López, Luisa Agudelo, Mary José Álvarez o María Fernanda Viáfara, cinco de las 21 guerreras que, bajo la dirección del profesor Carlos Paniagua, quieren ganar el Mundial. Sus cualidades son evidentes, han ganado en variantes ofensivas, circulación de la pelota y posicionamiento, pero lo más valioso del grupo es que ha crecido como equipo, algunas de ellas fueron parte del proceso del Mundial Sub-17, de manera que se conocen bien.
Indudablemente, las integrantes de la selección Sub-20 se encuentran listas e inspiradas para saltar a la cancha, convencidas como están de que son capaces de resultar victoriosas porque se han preparado para ello, para ser protagonistas. Ahora nos toca a nosotros acompañarlas, quienes puedan, en los estadios hasta llenarlos, los demás arropándolas a la distancia. Pese a su edad, son grandes maestras de generaciones de colombianos, las de antes y las de ahora, que recibimos a través de su constancia para ser futbolistas, además las mejores, lecciones de empoderamiento, de equidad. Bienvenidas, este es su momento, avancemos juntos. Larga vida al fútbol femenino.