Aunque suene a frase de cajón, el asesinato del director de la cárcel La Modelo de Bogotá, el coronel retirado de la Policía Élmer Fernández, es la crónica de otra muerte anunciada en Colombia. Una más. Este detestable crimen, un vergonzoso hecho que conmociona e indigna, corrobora, como han denunciado hasta la saciedad, que el cumplir con su deber equivale a una sentencia de muerte para los funcionarios del Inpec. En 2024, con Fernández han matado a cinco.

Su situación de extrema vulnerabilidad, pese a la vigencia desde hace tres meses de una declaratoria de emergencia carcelaria convertida a todas luces en papel mojado, retrata el fracaso de un Estado incompetente, inoperante e impotente que no ha sido capaz de proteger y garantizar la vida de sus propios servidores penitenciarios cuando se encuentran en grave riesgo. Es también un insulto moral a las familias de las víctimas. Este crimen era evitable, así de simple.

No parece tan difícil de entender que si se ordena intensificar, como debe ser, la presión contra las estructuras del crimen organizado que controlan la extorsión, las redes de corrupción y de otros delitos desde el corazón mismo de los centros penitenciarios, quienes lideran o ejecutan esta estrategia, llámese Plan Dominó o lo que sea, deberían contar con mínimas garantías de seguridad por las represalias. ¿O no? Lo contrario, es ingenuidad, debilidad o humillante desidia.

Apenas 42 días duró el coronel Fernández en el cargo, pero estos fueron más que suficientes para que tras ordenar requisas, traslados y más medidas con las que buscaba mitigar el estado de cosas inconstitucional que afronta per se el centro de reclusión, se situara en la mira de las mafias que se resisten a ceder el control de su poderío delincuencial dentro y fuera de La Modelo. Cuando recibió en la cabeza el tiro que acabó con su vida en la tarde del pasado jueves, se movilizaba en un vehículo oficial sin blindaje, sin esquema de protección y sin ninguna garantía de seguridad, pese a haber sido amenazado de muerte días atrás por un reconocido delincuente.

Por mucho que en las horas posteriores al crimen el ministro de Justicia, el director del Inpec o el de la Unidad Nacional de Protección elaboraran relatos, se esforzaran en tratar de explicar lo inexplicable: el porqué de la absoluta indefensión de uno de los funcionarios públicos más expuestos de Colombia en razón de sus complejas responsabilidades, no es posible justificar ni tampoco comprender este perverso fallo del sistema. Lo único cierto es que el señor Fernández, que temía por su vida y la de su familia, que denunció las amenazas, pidió protección y no la recibió a tiempo cuando se la reclamó al Estado, que indiscutiblemente le falló, hoy está muerto.

Que no se intente ahora reinterpretar la realidad. Cierto que al director de la Modelo lo mandó a asesinar el jefe de un grupo criminal organizado, uno de los tantos que ejercen de mandamases de las cárceles, mientras se disputan a sangre y fuego el control de las rentas ilegales en las calles. ¡Finjamos sorpresa! Pero también lo es que al directivo del Inpec lo dejaron solo, tan solo como se lo encontraron los sicarios que le dispararon.

Estupefacta, la opinión pública se entera ahora que la farragosa burocracia impidió que el sistema de protección del Estado asumiera su seguridad. Cuentan que se necesitan semanas, cuando no meses para que el trámite de una solicitud de urgencia como la que elevó la víctima surta efecto. Como si la criminalidad les diera espera. Este absurdo e incoherente procedimiento pasará a la historia como un paradigmático ejemplo de ingenuidad, irrelevancia o estulticia del andamiaje institucional. Se demandan responsabilidades políticas. Es de sentido común.

Dice el ministro Osuna que las cárceles no están fuera de control, pese a que se le acumulan las amenazas contra servidores penitenciarios: se reportan 507, de las cuales 27 corresponden a directivos de los centros de reclusión más importantes, donde hacen de las suyas los 38 capos más temibles del país. Con razón están atemorizados. No hay cómo lidiar con plumas o caciques de patios que les perdieron el respeto y les disputan, cuando no ganan, el control de las prisiones.

Afrontamos un momento difícil que ha desnudado una vez más la fragilidad de un sistema penitenciario desbordado, colapsado, no de ahora, sino de tiempo atrás, por no ahondar en las profundas grietas estructurales de la política criminal del país. Preocupa que al Gobierno Petro, al que le ha estallado esta crisis, le pasa el tiempo sin que encuentre en los poderes del Estado respuestas para recomponer la situación.

Urgen decisiones que cambien el precario e ineficaz status quo del sistema: hacinamiento, inseguridad, criminalidad, tratos crueles, inhumanos e indignos. Sobre todo ahora que crece el temor por una escalada violenta contra la institucionalidad de unos criminales que cruzaron líneas rojas que se creían infranqueables. No más prueba y error. Pasos certeros, políticas claras, prioridades definidas. Que nadie se siga equivocando.