El mensaje político que una parte representativa del poder ciudadano, del constituyente primario, le envió este domingo al presidente Gustavo Petro es irrebatible. También se revela sencillo, fácil de entender, pero con un filo tan agudo como cortante. En una genuina e impresionante expresión de democracia callejera, decenas de miles de personas se movilizaron de manera libre para ejercer su derecho a la protesta y a manifestar su rechazo e inconformidad con las políticas del Gobierno. Lo hicieron en un ambiente cívico y pacífico que les dio legitimidad.
Más allá de la diversidad de razones detrás de la masiva jornada de reprobación al Ejecutivo, lo que quedó en evidencia es que ha venido creciendo como la espuma entre los ciudadanos de a pie un descontento general, una preocupación común, sin colores políticos ni intereses partidistas, que fue determinante para cohesionar a personas de orígenes, condiciones o circunstancias distintas -los marchantes- que se lanzaron a calles y plazas para hacerse escuchar.
Este sector significativo que no acepta el sambenito de ser etiquetado como la élite o la “clase dominante”, como lo catalogó con sorna el presidente Petro, se encuentra en todo su derecho de reclamar estabilidad, confianza institucional y un cambio de rumbo para rectificar el camino. Es una pena que al jefe de Estado solo le parezcan de buen recibo las movilizaciones que defienden su causa. Olvida con demasiada facilidad que el juicio moral de una manifestación no puede estar condicionado a quien la organiza o convoca por ser una expresión de la democracia.
Ante el empobrecimiento en el que ha caído el debate público, la dificultad para escucharnos, pero, sobre todo, para entendernos, y la ruptura del camino del diálogo, el acuerdo o el consenso que amenaza la convivencia ciudadana, fueron miles los que marcharon porque quieren que se hable con claridad sobre su malestar. Pusieron sobre la mesa su inconformismo por la ambigua gestión del Gobierno en asuntos sin solución, su angustia por la incierta intervención del sector salud, el deterioro de la seguridad ciudadana, la convocatoria a una constituyente por fuera de canales institucionales, los problemas de gobernabilidad o el lenguaje acusatorio de algunos de sus representantes tan competentes para ver la paja en el ojo ajeno pero incapaces de encontrar las salidas a sus propias crisis, muchas de las cuales terminan afectando el bienestar de la gente.
Para revertir la deriva social, económica, política e institucional en la que se descubre, la ciudadanía molesta, hastiada, que decidió movilizarse, demanda un antídoto contra el autoritarismo u otras formas de extremismo que la ha instalado entre el miedo o el resentimiento. Se rebela contra una realidad confrontacional, incendiaria, que no da espacios para la crítica. Aspira a algo de moderación, como freno ante tanto despropósito e imposición para retornar a los acuerdos básicos que han sustentado nuestra democracia. Su clamor, que es parte de las voces que convergen en la sociedad, merece ser escuchado y, ojalá, tenido en cuenta.
Es verdad que la movilización contó con todas las garantías para llevarse a cabo, pero el Gobierno no puede centrar únicamente en ello su discurso para asumir la respuesta que las calles le solicitan. Haría mal en minimizar su relevancia, en desconocer su fortaleza o en hacerse el de los oídos sordos ante el mensaje de profundo descontento social que le fue enviado ayer domingo. Sin embargo, parece que no existirá espacio para la autocrítica. Con su acostumbrada retórica populista en la que incorpora el victimismo y la queja como principales resortes para eludir su responsabilidad, lo que le facilita buscar excusas en vez de salidas mientras señala chivos expiatorios, a través de su cuenta en X, el presidente Petro compartió su singular interpretación de las movilizaciones contra sus políticas. No se percibe nada distinto a su mirada provocadora, excluyente o pendenciera de siempre. Difícil encontrar avenencias en medio del resentimiento.
Preocupa que, al final, los colombianos estemos en universos mentales paralelos, pero opuestos, construidos por quienes nos gobiernan, y en los que las fracturas o rupturas sociales son cada vez más grandes. Se aísla el Ejecutivo, se niega a tender puentes de entendimiento, sentenciando a todos los ciudadanos a una derrota colectiva, no asume que el precio a pagar será incalculable. Que nadie lo olvide.