El novelón de la Cancillería sobre la cuestionada licitación de pasaportes continúa sumando nuevos episodios, cada uno más intricado que el anterior. El más reciente, el fallido intento de conciliación ante la Procuraduría General, crónica de un fracaso anunciado, entre el Ministerio de Relaciones Exteriores y la compañía Thomas Greg and Sons. La audiencia fue un mero trámite, porque el canciller Álvaro Leyva, quien sigue enredándose en la madeja de sus actuaciones, ya había anunciado públicamente que no iba a conciliar ni a propiciar ningún acuerdo con la firma porque asegura que le acompaña “la razón, la verdad, el Derecho y, sobre todo, la Constitución”.

Que no se olvide, entonces, en caso de que el Estado pierda el pleito jurídico que se avecina, y existe un altísimo riesgo de que así ocurra por los antecedentes que han rodeado el proceso, quien fue el que tomó las decisiones claves y tuvo la última palabra. El relato del nuevo apoderado de la Cancillería, Ernesto Matallana, se sustenta en que la entidad que ahora representa, elaboró una licitación ilegal para favorecer los intereses de Thomas Greg & Sons. O lo que es lo mismo para que esta compañía que integraba la Unión Temporal Pasaportes 2023 se quedara con el contrato para la fabricación de los documentos, tasado en unos $600 mil millones.

Su alegato, que cuesta entender porque equivale casi a darse un tiro en el pie teniendo en cuenta las posibles responsabilidades penales que serían atribuibles a los funcionarios del ministerio que definieron los términos del pliego de condiciones de ese supuesto contrato amañado, apunta a desmontar la principal tesis del demandante. Desde su perspectiva, Thomas Greg & Sons argumenta que a pesar de ser el único proponente que cumplía los requisitos para quedarse con el contrato, este no se le adjudicó porque la Cancillería acató la orden del presidente Gustavo Petro de declarar desiertas licitaciones con un solo proponente, aunque la Ley 80 así lo permita.

Imponiendo sus propias interpretaciones políticas, jurídicas y de la contratación pública, el mandatario, secundado por el ministro, reformó de facto la norma vigente, se brincó el Congreso, y desató un cataclismo que amenaza ahora con lesionar los intereses de la Nación. Sin éxito, entendidos en estas lides, conscientes de las inminentes consecuencias de la determinación de la Cancillería, resuelta por el señor Leyva, trataron de anticiparse a lo que está sucediendo hoy.

La primera, la entonces directora de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado, Martha Lucía Zamora. El segundo, quien ejercía hasta hace pocos como apoderado del ministerio, el abogado Germán Calderón España. Ambos, en distintos momentos, conceptuaron que se debía conciliar para revocar los actos administrativos, adjudicar el contrato a Thomas Greg & Sons y zanjar el litigio en ciernes que ocasionaría un considerable detrimento patrimonial para el Estado.

Fueron, literalmente, ignorados. De modo que salvaron su responsabilidad, dando un paso al costado. Zamora ha sido requerida por los entes de control que indagan presuntas situaciones anómalas en la licitación inicial, la que tumbó la propia cancillería, y en la que, actualmente, alista el ministerio en un proceso no exento de cuestionamientos que salpica, por cierto, a Jorge Leyva, hijo del canciller, y a un funcionario de la entidad, Juan Carlos Losada. Como en botica, este asunto de los pasaportes, tiene de todo. Curiosamente, Thomas Greg & Sons, la firma que le reclama al Estado una indemnización de $117 mil millones por prejuicios causados es la misma a la que la Cancillería le otorgó el contrato para no paralizar la expedición de pasaportes, tras declarar la urgencia manifiesta, que a juicio de la Contraloría no se ajustó a la ley. Nadie en el ministerio ha hablado de nueva la pata que le nace al cojo. Abruma el exceso de improvisación.

Tampoco Leyva ni su corte aclaran porqué si consideraban sustentadas las denuncias de amaños en la licitación hechas por los demás participantes o si habían detectado un escenario de violación de la legalidad en los pliegos decidieron seguir adelante con el proceso. No parece creíble que por ello se hubiera declarado desierta. Todo indica, como se señaló inicialmente, que detrás está la nueva política de Estado en materia de contratación que aplica el Ejecutivo por orden presidencial. Haría bien el canciller en explicarle al país la verdad sobre esta historia tan confusa que lo deja no solo mal parado, sino expuesto a una acción de repetición, aunque él lo descarte por sus años. Eso se llama dolo. Que a los entes de control no se les haga tarde para intervenir.