Se podría decir que nada suscita hoy más consenso en el país de las discrepancias que el incierto rumbo que ha tomado la paz total del Gobierno del Cambio. Ni paz ni cambio, en realidad. La estrategia, una de las banderas del presidente Gustavo Petro, se encuentra a la deriva, casi a punto de naufragar, luego de que los dos grupos armados ilegales con los que se habían iniciado negociaciones en firme decidieran con sus actos violentos de siempre darles durísimas estocadas.
Tanto en el caso del Ejército de Liberación Nacional, como en el del Estado Mayor Central (EMC), la principal disidencia de las Farc, los insoportables sucesos de los últimos días han demostrado la fragilidad de sus procesos, que desde el inicio se han estrellado contra numerosos obstáculos puestos ahí por ellos mismos. Al final del día, después de ser testigo de sus tropelías, la sociedad se formula la misma pregunta de siempre: ¿es real su voluntad de paz o se burlan de nosotros?
Desconcierta, más no sorprende, todo lo que ha ocurrido alrededor del inaceptable secuestro de Luis Manuel Díaz por parte del Eln, que sí supo cómo arrancarlo del seno de su familia, pero durante más de 10 días no ha encontrado la forma de devolverlo a la libertad. Sin la menor consideración tras la desesperada súplica de entrega inmediata elevada por su familia, en especial por su hijo Luis, sobre todo durante su emotivo gol que le dio la vuelta al mundo, la guerrilla ha manejado los tiempos a su antojo, decretando de facto repliegues de la Fuerza Pública. En cuestión de días, ante el mundo, pasamos de ser el país de la belleza al de la infamia.
Acelerando su descrédito, en otra determinación que pisotea la dignidad humana, desde el pasado domingo los elenos desplazaron y confinaron a miles de habitantes de 20 comunidades afro e indígenas del Alto Baudó, en Chocó, vulnerando sus derechos fundamentales. Es la sexta vez en el año que realizan un paro armado en este empobrecido territorio, sin autoridad, dios ni ley, excepto las que ellos imponen, y donde libran duros combates con el Clan del Golfo, lo que desencadenó su reprochable decisión que agrava aún más la difícil situación de estas personas.
Cesar la execrable práctica del secuestro, así como garantizar alivios humanitarios a civiles en zonas de conflicto son, entre otros, los asuntos prioritarios que el país demanda se discutan en la mesa. Por eso no está de más preguntar si se le ha exigido al Eln asumir compromisos en este sentido o, al menos, se habla de ellos. Demasiados hechos nos demuestran que facciones de la guerrilla no se han tomado en serio la construcción de la paz ni que el Gobierno ha marcado las imprescindibles líneas rojas para fijarles límites a su indiscriminado accionar violento, pese al cese el fuego vigente. En un diálogo de sordos la conversación termina por tornarse insostenible.
Con las disidencias del Estado Mayor Central (EMC), la crisis es aún más profunda. La suspensión unilateral de los diálogos con el Gobierno, notificada a través de un comunicado y no a la mesa, revela la debilidad de esta negociación, en la que ni siquiera se han definido protocolos ni mecanismos de verificación, a pesar de que se decretó un cese el fuego bilateral hasta fin de año, del que ahora no se sabe si continuará. Lo cierto es que desde su origen este ha sido un proceso con más incertidumbres que certezas, dominado por la improvisación, la falta de método y un excesivo voluntarismo de la Oficina del Alto Comisionado, presionada por la marcada necesidad de mostrar resultados que validen la política de la paz total en medio del repunte de los secuestros, la extorsión, los atentados, y otras formas de violencia, coincidentes con una expansión territorial de las estructuras armadas ilegales que se han reconfigurado en todo el país.
Culpan las disidencias de ‘Iván Mordisco’ al Gobierno de incumplir, tras las elecciones regionales, el compromiso de sacar al Ejército de El Plateado, en el Cauca, donde dicen ejercer control territorial. ¿Se le olvidó, acaso, al comisionado Danilo Rueda contarle a la nación que había decretado un despeje o que el Estado había renunciado a su obligación constitucional de proteger a sus habitantes para cederla a esta guerrilla, con tal de mantener la mesa funcionando?
La inaceptable salida de los militares de este enclave, un corredor del narcotráfico, mediante la instrumentalización de las comunidades, es una afrenta a la dignidad del Ejército y de la institucionalidad, en general. También es una vergüenza que no tenga el eco esperado en el Gobierno, más allá de la valerosa denuncia formulada por los uniformados que hablaron de secuestro y de asonada ¿Esta es la paz total? ¿O, más bien, la claudicación de la legitimidad del Estado?
No más discursos paralelos ni negociaciones mentirosas de las que se sirven las organizaciones armadas para cometer sus crímenes o fortalecerse militar y financieramente. El modelo de la paz total ha hecho agua y el capitán debe reconocerlo así para impedir que zozobre. Sin credibilidad ni confianza no tendrá futuro porque no bastan las buenas intenciones. Urge que se recomponga el tablero del diálogo sin más concesiones ni dependencias políticas a las mesas que condicionan su efectividad y ponen en entredicho la firmeza y el carácter del Gobierno que debe hacer prevalecer su liderazgo en la búsqueda de soluciones negociadas a esta brutal guerra.