Dicen que algo se muere en el alma cuando un amigo se va. También el cantautor y poeta argentino Alberto Cortez, que emprendió el viaje sin retorno hace un tiempo, nos enseñó que cuando eso sucede “queda un espacio vacío, que no lo puede llenar la llegada de otro amigo”.
Nada más cierto que las personas, aunque habrá excepciones, claro, no se preparan para morir, a pesar de que empezamos a hacerlo, de a poco, apenas venimos al mundo. Fantasear con ello, como sí lo hacemos con ganarnos la lotería, irnos de vacaciones a un lugar idílico o encontrar a nuestra media naranja, resultaría descabellado. Por el contrario, a lo que nos acostumbramos es a aferrarnos a la vida, aunque ella nos dé palo de inenarrables formas. A algunos más que a otros.
No exagero al decir que los periodistas estamos en esos primeros puestos. Vivimos al límite, a la velocidad de la luz, tan intensa como caóticamente, acumulando renuncias, ausencias y temores. Quizás, por eso, en las salas de redacción desarrollamos unas complicidades míticas en las que reímos, lloramos, también nos peleamos, pero, en general, procuramos coincidir más allá de las comprensibles diferencias humanas, siempre en los mejores términos para sobrellevar con pragmático estoicismo, absoluta pasión y hermosa vitalidad ese extenso acervo de insólitos incidentes que nos convierten en compañeros, colegas y, sobre todo, en muy buenos amigos.
Lo que menos deseamos es ver partir a uno de los nuestros. Pero es lo que tiene la hermana muerte, cuyo inexorable carácter nos sacude, cuando menos lo esperamos. Decirle adiós a alguien que no quieres despedir debe ser una de las cosas más difíciles de la vida.
Lupe Margarita Mouthon Mejía, la editora de economía de la casa editorial EL HERALDO, se ha marchado, dejándonos instalado en todos los rincones del alma el abrasante estupor que produce la abrupta, prematura e inesperada muerte de alguien cercano. Sí, se nos adelantó la señora Lupe.
Siempre tan puesta, metódica, organizada y correcta, con su cabeza bien amueblada para los números, algo más callada que el promedio de los colegas, pero, sin duda, una de las personas más amables, respetuosas y sencillas de una redacción, ahora en duelo, que ha empezado a buscarla tras los escritorios sin poder hallarla.
Competente, laboriosa y resolutiva, Lupe se ahorró el sufrimiento que ahora sentimos al tener que separarnos de ella de esta forma tan descarnada.
La recuerdo con su andar pausado, reflexivo, sereno, como un mar en calma, aunque también loca de contento tras haber obtenido un nuevo reconocimiento que sumaba a su extenso palmarés de premios de periodismo económico. Merecidos todos.
Lupe, además de una periodista devota, era una madre no solo de sus amadas hijas, también de muchos de sus compañeros y, particularmente, de sus jóvenes pupilos de fuente, quienes a su lado aprendían o aprendían. Con ella, no había medias tintas. A su manera también tenía un carácter firme y, sobre todo, capaz de encarar los embates del destino que la ponían a prueba una y otra vez, dentro y fuera de EL HERALDO.
Sabíamos de tus muchas luchas, Lupe, lejos o cerca, desde donde lo permitías, nuestro corazón las acompañaba. Es lo que hacen las familias y nosotros lo somos.
La última vez que la vi, atribulada por un malestar que nadie imaginó ni por un segundo que le arrebataría la existencia en cuestión de semanas, se mostró optimista de recuperarse pronto para volver a su quehacer diario. Nunca pasó.
Los abrazos de bienvenida, las sonrisas de gratitud por su mejoría o los saludos afectuosos por su vuelta al trabajo se nos quedaron ensayados. La algarabía por el retorno que nunca fue ha dado paso a largos silencios, cuando no a sollozos e incluso a episodios de llanto incontenible por este vuelco del destino que ha jugado con todos nosotros de una forma lacerante, pero en especial con sus seres más amados: su esposo Ronald y sus hijas Mariana y Valeria, que sufren una orfandad irrecuperable. La asumimos como propia.
Despido a Lupe escribiendo, como ella también me enseñó. Porque antes de mí llegada a esta, su casa durante tantos años, Lupe era ya parte de la historia reciente de EL HERALDO. Tecleando con gran calidad humana, valor que no se enseña en ninguna facultad de ciencias de la comunicación, narró innumerables hechos económicos protagonizados por tantos que ahora la evocan con una mezcla de gratitud, respeto y cariño, lo mínimo a lo que podemos aspirar los periodistas, siempre tan señalados.
No lo creemos aún. Nos costará mucho, quién sabe cuánto, acostumbrarnos a su ausencia. Soñábamos el regreso, pero a cambio hemos recibido una bofetada de dolorosa realidad. Y cómo no, si se ha ido para siempre la señora Lupe, se ha ido uno de los nuestros.