Si hay un asunto que genera un consenso generalizado en Colombia es el de la reforma a la Ley 30 de 1992 liderada por el Ministerio de Educación. Luego de 30 años de vigencia de la norma corresponde actualizarla para que las instituciones de educación superior aborden de manera clara y con un rumbo definido sus desafíos presentes y futuros, que no son pocos. En una sociedad en constante transformación, fortalecer la misión o el papel de la universidad es tan prioritario como trascendente. Saber cómo hacerlo también resulta fundamental para prosperar y no incurrir en eventuales desaciertos que puedan dar al traste con el propósito final.
El Gobierno sustenta su propuesta en hacer de la educación superior un derecho fundamental. Tiene razón en que la universidad no puede ser un privilegio de unos cuántos, por lo que se deben dar pasos en términos de justicia y equidad. Sin embargo, hay que pasar del discurso a los hechos porque lo peor que podría pasar es que tras la reforma, el sistema se quedara rezagado o al margen de los acelerados cambios de los que somos testigos a diario. En la academia, espacio deliberativo por excelencia, el diálogo edifica todo entendimiento. Nadie pone en duda que las universidades públicas necesitan más y mejor financiación para ofrecer nuevos cupos, sin barreras de acceso, con matrículas gratis, un sistema fuerte de becas y estímulos para cubrir manutención y desplazamientos de los estudiantes, y recursos para potenciar su excelencia académica que, ciertamente, hacen falta. Pero, los retos tienen que ser aún más ambiciosos.
En su ejercicio de transferencia de saber, las universidades deben liderar alianzas, vínculos e interacciones con el ecosistema de innovación, la inteligencia artificial, el internet de las cosas, que no es ciencia ficción, sino realidad. También, ofrecer a sus estudiantes formación integral, conocimiento multidisciplinario, además de habilidades transversales, competencias emprendedoras, inteligencia emocional, flexibilidad y pensamiento crítico, entre otros desafíos. Difícil, sin duda, pero no imposible. En otras palabras, la educación superior tiene que ir mucho más allá de lo hasta ahora conocido para crear valor en todo sentido, diseñando caminos incluyentes hacia el futuro y renovando de manera constante su compromiso social.
Si la reforma pasa por alto asuntos tan acuciantes que son objeto de debate en todo el mundo, como también lo son las ineludibles transformaciones demográficas que impactan el sistema de educación superior, será complicado conectar, por un lado, con jóvenes que aspiran a una formación vanguardista, sofisticada e innovadora, si cabe llamarla así, que les asegure su inserción en el exigente mundo laboral. Y, por otro, con los mayores de 0 años que reclaman una amplia oferta de formatos flexibles de aprendizaje que les permitan estudiar mientras trabajan para mantenerse vigentes en un mercado cada día más dinámico y competitivo.
¿Apuesta la reforma, además de sus aspectos centrales orientados a ampliar cobertura con calidad, permanencia y pertinencia, por crear conocimiento, tecnología e innovación? Ese es un punto clave en el que coinciden los actores del tejido universitario. A la ministra Aurora Vergara, que se quedó sin su viceministra de Educación Superior en el momento menos oportuno, se le ve comprometida en repensar el sistema para ajustarlo a las realidades de la Colombia urbana y rural que reconoce sus incuestionables beneficios, para vacunarse contra la pobreza, inequidad e injusticia social. Rectores, directivos, organizaciones estudiantiles, profesorales y sindicales también están jugados por completo para fijar los derroteros de un sistema que sea capaz de adaptarse al ahora con una visión de futuro sostenible. Saben que es una oportunidad histórica para derribar los sesgos socioeconómicos que obstaculizan el acceso a las universidades, lastrando las posibilidades de que la sociedad en su conjunto alcance un desarrollo pleno. Valorar sus opiniones sin dogmatismos ni exclusiones apostando por construir consensos puede ser un buen punto de partida en un asunto determinante en el que sería un despropósito improvisar.