No extraña que el mismo día en el que la Procuraduría General destituye e inhabilita por 10 años al exrector de la Institución Educativa Cañaveral, de Turbaco, en Bolívar, Sixto Rodríguez Guerra, por “asediar física y verbalmente, de manera sistemática y reiterativa, con una finalidad sexual” a tres alumnas menores de edad, la Defensoría del Pueblo denuncie que la violencia sexual es la principal forma de maltrato contra niños, niñas y adolescentes en Colombia. La frialdad de las estadísticas lo confirma: cada hora se practican dos exámenes médico legales por presuntos casos de agresiones sexuales contra menores. En 2022, se documentaron 16 mil casos y este año, de acuerdo con Medicina Legal, el dato asciende a 4.400, en el primer trimestre.
Con absoluta certeza deben ser muchos más. Porque uno de los numerosos obstáculos a la hora de hacer frente a la violencia sexual contra niños y niñas es que aún no se percibe ni entiende como lo que es, un problema de enorme calado social. No solo se le desconoce en el interior de los hogares, donde muchas veces como una manera de encubrir a los responsables, usualmente cercanos a la víctima, se relativiza u oculta el abuso. También la respuesta estatal es deficiente. Pese a las políticas, acciones o protocolos definidos, la ruta de atención se presta de manera desarticulada e incompleta, lo que genera revictimización de los menores cuando ingresan al sistema para reestablecer sus derechos y hasta la impunidad de sus agresores.
Son tantas las talanqueras que las pequeñas víctimas, sus padres o acudientes deben sortear para acceder a atención y justicia en los casos de violencia sexual que muchos de ellos desisten nada más empezar, tras estrellarse contra el muro de soberbia, indolencia o falta de empatía de quienes están ahí para garantizarles reparación integral. Demasiados imaginarios sociales y culturales basados en el adultocentrismo o en estereotipos de género sitúan a los menores, por un lado como “actores ilegítimos o con poca credibilidad” para hilar un relato efectivo sobre las agresiones sexuales sufridas. Y, por otro, se les atribuyen infames responsabilidades por supuestos comportamientos y formas de vestir, como si se tratara de encontrar un factor desencadenante que exculpe a los autores de los vejámenes.
¿Es coherente con un abordaje que debe ser diferenciado, específico, entendiendo el contexto del que procede cada víctima y cuidadoso del respeto por su dignidad que se le pregunte a una niña de qué tamaño fueron los penes de sus violadores? El efecto dominó que desencadena esta perspectiva revictimizante o los sesgos de género de las instituciones estatales que perpetúan las conductas de violencia sexual contra menores y mujeres conduce a muchas víctimas a silenciarse. Es una vergüenza que debe pesar en el imaginario de una sociedad apática como la nuestra que ha demostrado ser incapaz de proteger a sus niñas, niños y adolescentes de los depredadores que los acechan en su entorno familiar, educativo, comunitario, en el espacio público o en el virtual, por no hablar de los complejos contextos del conflicto armado.
Hasta que se vuelva tan común como el amanecer: No existe justificación para la violencia sexual contra menores ni para la violencia de género. En ámbitos marcados por la pobreza, la privación y la estigmatización cultural suele ser mayor la exposición a estresores ambientales y sociales conducentes a episodios de violencia intrafamiliar, uno de los factores de riesgo de abuso sexual infantil. Tampoco es excusable, bajo ninguna circunstancia, normalizar relaciones ilícitas entre menores y adultos. No importa lo arraigadas que estén ideas tan erróneas como estas, son agresiones frente a las que no cabe nada distinto que tolerancia cero. Los efectos de la violencia sexual en la infancia y la adolescencia perviven a lo largo de toda la vida de los sobrevivientes.
Sin atención integral oportuna, habrán perdido la posibilidad de aliviar sus condiciones futuras y de prevenir, en lo posible, más abusos. Saber actuar y hacerlo a tiempo resulta clave. De ahí la importancia de que se revisen los mecanismos de articulación y coordinación en salud, protección y justicia de las rutas establecidas para evitar una nueva vulneración de derechos de las víctimas. Es prioridad trabajar por una educación temprana en la familia, en la escuela y en todos los entornos de la sociedad para prevenir la violencia sexual que, antes que nada, debemos reconocer como un hecho real, del que se tiene que hablar de frente sin medias tintas.