La denuncia de docentes de colegios oficiales de Barranquilla, a quienes les cobran $1.000 diarios para dejarlos trabajar, y la captura de 22 presuntos integrantes de estructuras criminales vinculados a ataques contra comerciantes del área metropolitana, nos arrojan de frente contra las dos caras de una misma moneda. Sobre la telaraña de la extorsión que se extiende como la verdolaga hablamos a diario. ¡Vaya infortunio! No solo porque es una omnipresente temática de la agenda noticiosa local, sino porque la inseguridad tristemente ha pasado a ser el monotema de las conversaciones de todos los grupos de esta comunidad que más allá de su nivel socioeconómico comparten zozobra, angustia o desesperación por los inadmisibles actos delincuenciales de quienes un día cualquiera disparan contra una vivienda, queman la fachada de un negocio o arrojan una granada en el interior de un establecimiento repleto de personas.
Si esta no es una crisis de seguridad en toda regla, que venga dios y lo vea. Aunque estamos habituados a que la extorsión se reproduzca de manera simbiótica entre estructuras mafiosas, algunas de vieja data como Los Costeños –a secas- y otras de reciente procreación como los Costeños Cachetes y los Pepes, es posible encontrar en ellas elementos comunes con patrones de comportamiento, manuales de actuación o predecibles guiones que replican los que deciden hacer crecer su empresa criminal a costa del sufrimiento de los demás. El modus operandi detrás de este delito que nos golpea tan fuerte en el Atlántico no responde a ninguna situación coyuntural ni obedece solo al reciclaje de la violencia, que sin duda existe. Es una cuestión mucho más estructural, difícil de erradicar porque en ella convergen, además de vulnerabilidades sociales, debilidades en la acción de la fuerza pública, ineficiencias en el sistema de justicia o en la custodia de quienes son privados de su libertad. Así que todo lo que se haga se queda corto.
O si no que se lo pregunten directamente a los trabajadores de la economía popular e informal, otros de los muchos sectores afectados por los zarpazos de estas estructuras ilícitas que suelen ensañarse de una manera miserable con la gente más humilde de los barrios más pobres de las localidades del sur y del centro de Barranquilla. Siempre queda la esperanza que la detención de estas 22 personas, entre quienes figuran individuos conocidos con los alias de Masacre o Maldad, calme las aguas. Eso fue lo que sucedió durante los primeros días, tras los traslados de sus líderes, ‘Castor’, ‘Digno Palomino’ y el ‘Negro Ober’. Pero lo bueno dura poco y está comprobado que toda sucesión o reconfiguración criminal por el control del poderío omnímodo suele ser un ritual de doloroso trámite con capacidad de desatar movimientos telúricos impredecibles.
Al final nos volvemos a quedar con una cansina sensación de déjà vu frente al combate contra la extorsión en la que todo cambia, excepto que nada cambia. Quisiéramos imaginar porque poco se sabe, seguramente por razones propias del secretismo de las operaciones de Policía, Ejército y Fiscalía, que se están evaluando, planeando y ejecutando, ¡cómo no!, nuevas acciones que debiliten el poder criminal de estas organizaciones, a las que con el inicio de procesos de extinción de dominio también se les empieza a cerrar el cerco contra sus finanzas en el departamento y el resto del país. ¿Cuántas vidas más les quedan o hasta cuándo habrá que lidiar con las vulgares exhibiciones de su disparatada violencia? El miedo apremia, estamos hartos de vivir así, no se ve luz al final de este túnel interminable, pero tampoco se puede aflojar. La tarea pendiente es aún exorbitante por la acumulación de desatinos, políticas erráticas, indolencias tanto distritales como nacionales y algo de negacionismo, claro. Confiamos, una vez más, en que el Gobierno Petro honre sus compromisos, asuma responsabilidades y haga, al igual que la Alcaldía de Barranquilla y las del área metropolitana, mucho más para poner fin a este drama.