Luego del shock inicial que produjo ver y escuchar al jefe de la organización criminal de los ‘Rastrojos Costeños’ amenazar de muerte a servidores públicos y comerciantes de Barranquilla, Soledad y otras ciudades se adoptaron las primeras medidas que exigen continuidad en el tiempo para obtener los resultados esperados. La más importante, el aislamiento al que fue sometido el ‘Negro Ober’ en su sitio de reclusión, tras el allanamiento a su celda en la que hallaron un celular y una ‘libreta contable’ con datos de sus víctimas de extorsiones.
No menos significativa fue la apertura de investigación, ordenada por el director del Inpec, a unas 15 personas, entre guardianes, funcionarios y el responsable de la cárcel de Palogordo, en Santander, implicados, al parecer, en los evidentes hechos de corrupción que permitieron la grabación y posterior difusión de los impresentables videos que continúan siendo virales en las redes sociales.
Por razones obvias, los cuestionamientos formulados por distintos sectores contra el custodio de las cárceles en el país tampoco cesan. La complicidad o coautoría de algunos de sus miembros con la conducta delictiva que nos ocupa, capaz en sí misma de causar daños que podrían no ser leves ni temporales a la ciudadanía, aumenta la desafección, pero sobre todo la desconfianza, hacia su labor. Convendría que el Gobierno nacional, que guarda hasta ahora chocante silencio, asuma su cuota de responsabilidad en esta tempestad que también demanda su máxima atención. No obstante, esta nueva crisis, al margen de sus peores consecuencias, tendría que ser vista como una oportunidad para acabar con la inercia instalada en el sistema, desde hace años.
Si el Gobierno de turno, con ministro de Justicia y director del Inpec a bordo, sigue haciendo lo mismo, difícilmente habrá solución o mejora. Tras cada nuevo episodio que surja en los centros de reclusión, las determinaciones que se tomen no pasarán de ser pañitos de agua tibia para intentar bajarle la temperatura a la situación, de forma transitoria. Así ha transcurrido la historia del instituto que en sus 30 años suma 23 directores. Rotación elevadísima que refleja falencias administrativas o disfuncionalidad, agravada, además, por la existencia de más de 70 sindicatos que, en algunos casos, impactan su encargo de forma nefasta. Está probado que nuestras cárceles, lejos de ser espacios de resocialización, son centros de criminalidad donde los mismos guardianes, en ocasiones, terminan convertidos en victimarios o víctimas de los delincuentes.
Esta cadena de despropósitos tiene que parar. De lo contrario, lo del ‘Negro Ober’, solo por mencionar su más reciente eslabón, se repetirá como un bucle de errores sin fin, con consecuencias cada vez más impredecibles para las instituciones que no logran salir del callejón del descrédito por su penosa gestión política y de administración de justicia. Pese a semejante desconcierto, o si no que le pregunten a los comerciantes de Barranquilla y Soledad, es imprescindible tratar de extraer lecciones. Sobre todo, porque la gran incógnita es si el proyecto de ley que pretende humanizar la política criminal y penitenciaria resolverá el descontrol de los centros carcelarios. Algunos juristas no solo lo descartan en el caso de los internos con penas intramurales, sino que anticipan serias dificultades en la vigilancia de quienes sean excarcelados, luego de la aprobación de la norma en el Congreso, donde fue radicada con mensaje de urgencia.
“Quien supera la crisis, se supera a sí mismo sin quedar superado”. Sabias palabras del científico Albert Einsten, que bien podrían ser usadas para aderezar la receta final que zanje el cúmulo de yerros en el Inpec. Confiemos en que así ocurra. Aunque, sin voluntad política, fuertes medidas administrativas o recursos considerables que lo cambien todo, se seguirán dando pasos en falso.
Dentro o fuera de las cárceles, el crimen no se puede tolerar. Vivir con miedo no tiene sentido porque equivale a concederle soberanía a la delincuencia, lo que a la larga debilita al Estado. Sin seguridad, derecho fundamental –no nos cansamos de señalarlo– no hay libertad ni democracia.