Ética y moralmente las conductas en las que habría presuntamente incurrido el diputado del Atlántico Nicolás Petro, de acuerdo con las denuncias reveladas por su exesposa, Day Vásquez, son inadmisibles. Porque han dejado al descubierto los peores vicios de la política, como la venta de favores, aparentemente, bien pagados por personajes cuestionados en extremo. De esos con los que se toman fotografías o hacen negocios, pero solo de puertas para adentro o de espaldas a entornos transparentes, honestos o dignos. Por algo será. Mientras menos se sepa mejor para que el ennegrecido entramado pase desapercibido. Es a lo que se apuesta siempre. Pero la madeja, más temprano que tarde, empieza a deshacerse por la punta menos esperada. Generalmente cuando ya es demasiado tarde para intentar contener los efectos que produce. Una explosión controlada, la llaman algunos, que, en este caso, demasiados sabían que llegaría.
Hace más de un mes este escandaloso asunto venía rumoreándose con fuerza en los pasillos de la Casa de Nariño, luego de que el mismo Petro les pidiera a sus más estrechos colaboradores evitar o suspender todo contacto con su hijo Nicolás, su hermano Juan Fernando, o cualquier otro integrante de su familia. ¿Pudo haber hecho más? Seguramente. Porque lo que supuestamente ocurría a su alrededor o a sus espaldas, como se ha venido a señalar, empezaba a estar claro como la luz. “Tráfico de influencias, representación indelicada de funciones de los ministerios o beneficios criminales a cambio de sobornos” son expresiones empleadas por el presidente para referirse al supuesto provecho personal que sus parientes estarían obteniendo del apellido que comparten y de la posición de privilegio que las urnas les otorgaron el año pasado.
Ciertamente, la connivencia con el inconmensurable poder político abre la puerta a caer, una y otra vez, en tentaciones que sin un incondicional sentido de la probidad, responsabilidad y decencia resultará difícil de cerrar. Ante lo consignado en las pruebas conocidas, la sombra de la corrupción se alarga sobre el hijo del presidente de la República, su círculo cercano de familiares y amigos, e incluso se extiende a un grupo significativo de altos funcionarios del Estado, entre ellos ministros tan importantes como los del Interior, Minas o Salud, que reconocieron reuniones con el dirigente del Pacto Histórico, aunque todos se desmarcaron de la entrega de puestos o ‘cupos’. Curioso apelativo con el que la entonces pareja Petro-Vásquez se refería a la repartija burocrática que recibirían en entidades nacionales, mientras se dedicaban a acumular decenas de millones de pesos que iban a parar a maletas o cajas fuertes en su lugar de residencia.
Corresponde, indudablemente, a la Fiscalía General y a la Procuraduría establecer el alcance penal y disciplinario de las actuaciones a título personal del hijo del presidente y al Consejo Nacional Electoral determinar si ingresaron o no a la campaña dineros de la mafia. Pero más allá del resultado de las investigaciones en marcha, cuyas consecuencias deberán asumir los directamente implicados, la dimensión política que ha alcanzado esta crisis no solo es ineludible, sino que impactará al jefe de Estado y a su movimiento progresista. Al tiempo que erosionará la gobernabilidad de la nación en un tiempo complejo de por sí marcado por fuertes turbulencias. ¿Qué tanta responsabilidad política le cabe al Ejecutivo? El escenario no puede ser más hostil cuando, por un lado, aparecen corruptos; por el otro, corruptores y, en el fondo, tramitadores de puestos en sitiales de relevancia decisoria.
Lo mejor que le puede pasar al Gobierno del Cambio, cuestionado por el doblez de la moral de una de sus piedras angulares en el Caribe -que todo indica se dejó arrastrar por la codicia- es que la claridad se imponga sin ambages ni dilaciones. Pase lo que pase o, lo que es lo mismo, caiga quien caiga. También en el Atlántico, donde se escuchan campanazos de alerta frente a una candidatura sin futuro. Aún hacen falta muchas explicaciones razonables. Sin caer en el victimismo, en los dogmas ideológicos o en tratar de dislocar la realidad señalando que las denuncias de Vásquez buscan destruir al progresismo, como quienes insisten en ver la paja en el ojo ajeno, conviene entender que ni los ciudadanos más confiados, socavados en su confianza, desestiman que cuando la política pierde el alma se convierte en un remedo de lo que sea: menos servicio, valores, bien común e interés público. Solo inercia y retroceso. De ahí en adelante, que entre el diablo y escoja. Urge máxima transparencia, teniendo en cuenta que el Gobierno del Cambio llegó al poder con la promesa de defender la bandera de la lucha contra la corrupción.