Ya es hora de que en Colombia el déjà vu sobre el recurrente debate de si se debe regular, reglamentar o prohibir las plataformas digitales de transporte llegue a término. Ojalá feliz. No solo porque es lo más lógico ante el imparable avance de las nuevas tecnologías que si no se incorporan a nuestra realidad cotidiana podrían hacernos ver como una nación obsoleta en términos de innovación y economía colaborativa.

También porque este conflicto amenaza con instalarse otra vez en las calles de las ciudades para presionar, tanto en el caso de los taxistas como en el de los conductores de las apps, acciones a su favor. O lo que es lo mismo, en contra de sus competidores en el siempre reñido mercado de la oferta y la demanda.

Cierto es que se debe tomar una decisión, pero el Gobierno del cambio debería cuidarse de que sus iniciativas o resoluciones orientadas a favorecer a un determinado sector no se le conviertan en una pesadilla.

El asunto es realmente complejo porque si se avanza en una sola dirección y, además, sin retorno se podría desatar un cataclismo de durísimo impacto socioeconómico en 100 mil familias que derivan su sustento diario de esta actividad.

Muchos de quienes conducen estos vehículos son jefes de hogar, mujeres y hombres, que por su edad han sido expulsados del mercado laboral, o jóvenes que aún no han encontrado cabida en él. Dejarlos sin su empleo, porque conviene entender que para ellos esta labor es su única o más importante fuente de ingresos, sería lanzarlos, literalmente, a un vacío sin red.

Claro que no serían los únicos que se quedarían encallados por una determinación que no equilibre los derechos de los distintos actores. A vuelo de pájaro, 8 millones de usuarios que, cada jornada, acuden a apps de movilidad para sus desplazamientos podrían acabar literalmente varados. Se trata de pensar en todos, también en el gremio de los taxistas que lleva años reclamando reglas de juego claras en este negocio.

No resulta comprensible la salida en falso del Ministerio de Transporte que, a través de su Superintendencia, socializa un proyecto de ley de carácter sancionatorio en extremo que al prohibir las plataformas digitales, termina por darles un tiro en el pie a 230 mil taxistas registrados en apps de movilidad. Si estas llegan a ser desconectadas o bloqueadas mediante procedimientos administrativos ordenados por el Gobierno a los operadores de telecomunicaciones, lo cual sería una insólita violación a la neutralidad de Internet y, de paso, a las libertades ciudadanas, ellos perderían sus cuentas.

Por no hablar de las multas de $10 millones que recibirían usuarios que soliciten servicios considerados ilegales o la retención de vehículos, incluso por meses, de quienes los presten. No se equivoquen. Prohibir no es el camino.

Si al Gobierno le asiste, es lo que esperamos todos, la firme convicción de zanjar este asunto de una vez por todas debe despojarse de los prejuicios de lado y lado que dificultan concertar las visiones encarnadas por el gremio de taxis y el de las plataformas tecnológicas.

No se trata de tomar partido, sino de darse cuenta de una realidad que va por delante de cualquier norma que se trate de imponer sin incorporar los distintos intereses. Por razones de eficiencia, precios, modelo de negocio o calidad, buena parte de los usuarios se decantaron por las apps de movilidad, desajustando la balanza en detrimento de los taxistas que no están en capacidad de competir en igualdad de condiciones por las severas regulaciones de su monopolio legal: tarifas, cupos o restricciones de circulación.

Compensarlos sería lo justo. El cómo tendría que ser objeto de una discusión con las plataformas. Volver a un mundo sin tecnología es utópico. También lo es prohibir las aplicaciones de transporte. Sería como un abrir un hueco que luego, no habría forma de tapar. Así que ministro Reyes, sentido común: mire el todo con ojos del siglo XXI.