Barranquilla, también los municipios del Atlántico, aún afrontan las consecuencias de casi tres años de crisis pandémica que agravaron la precariedad económica de miles de familias, en especial las más vulnerables, provocando considerables impactos en la salud mental de sus integrantes y significativas pérdidas de aprendizaje en niños, niñas y jóvenes. Lamentablemente, muchos de ellos jamás se reincorporaron al sistema educativo, lo cual debemos asumir como un fracaso colectivo. Pese a los insistentes discursos sobre la relevancia de la educación como el principal motor de transformación social, cerrar las brechas o revertir los retrocesos acumulados siguen siendo asignaturas pendientes. Sin duda, se ha avanzado en asuntos como priorizar las habilidades básicas en lectura y matemáticas, abordar necesidades psicosociales de los alumnos o mejorar conectividad en las aulas. Pero, siendo honestos y esta debería ser una premisa clave, las evidencias indican que todavía estamos lejos de superar la catástrofe educativa, herencia de la pandemia, que compromete el futuro de varias generaciones.
¿Qué se necesita para acelerar la transformación educativa digital, contar con más y mejor infraestructura, así como con un programa de alimentación digno con cobertura de 100 % de la matrícula, ampliación de la jornada única, planes robustos de formación de docentes o acompañamiento permanente para garantizar el bienestar socioemocional de los alumnos? Recursos. O lo que es lo mismo, dinero, mucho dinero. Si en algo coinciden políticos, autoridades, expertos, integrantes de la comunidad educativa u observadores de a pie es en que la educación de calidad que supere barreras de acceso y asegure permanencia demanda constantes y cuantiosas inversiones. Ahí está uno de los principales cuellos de botella que encara el sector. No de ahora, desde siempre: su insuficiente financiación.
Cada cierto tiempo surgen nuevos desafíos que lo hacen todo aún más complejo. El más reciente: la devastadora temporada invernal que intensificó el deterioro de centros educativos de Barranquilla y municipios. De modo que a la bolsa con recursos para terminar y entregar, antes de fin de año, 20 proyectos, entre nuevos como el megacolegio de la Fundación Pies Descalzos de Shakira, en El Bosque, y las ampliaciones de La Humboldt, el Isaac Newton y La Unión, se le deben añadir más fondos para costear intervenciones en más de 100 aulas de 70 centros educativos dañadas por las lluvias. En este caso, el Distrito destinará $30 mil millones que se suman a los $72 mil millones invertidos en mejoramiento de la infraestructura escolar en los últimos años. Pero ni raspando la olla se solventará del todo la situación, por lo que el alcalde Jaime Pumarejo, a punto de tirar la toalla, lanza un SOS al Gobierno nacional para cofinanciar obras en las sedes afectadas que no están en condiciones de recibir desde este lunes a los estudiantes. Hace bien.
Conviene ser escuchado para que ninguno de los procesos en curso, muchos de los cuales han mostrado resultados satisfactorios con estudiantes y colegios públicos en sitiales de honor en los rankings nacionales, corra el riesgo de truncarse. Ministro Alejandro Gaviria, la educación es la mejor política de la vida que tanto defiende el Gobierno del cambio del que usted hace parte. Al oído le hablan 213 mil niños, niñas y jóvenes que se forman en 154 instituciones educativas oficiales de Barranquilla y en escuelas en modalidad de contratación, de los que 135 mil, con necesidades focalizadas, recibirán raciones diarias del PAE y otros 90 mil iniciarán su formación en bilingüismo gracias a un programa convertido en política pública. Cuando los retos son tan descomunales, $759 mil millones –presupuesto distrital del sector para 2023– resultan escasos para cubrirlo todo. Pensar en nuestros niños y jóvenes exige cuidar cada peso que será invertido en su formación, al tiempo que se gestionan muchos más con los privados o la cooperación internacional para asegurarles que tengan más y mejores oportunidades que nosotros mismos.