Siendo realmente honestos, el que peca y reza casi nunca empata. Por mucho que los relapsos se esfuercen en demostrar lo contrario. En reiteradas ocasiones, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), también conocidas como Clan del Golfo, han insistido en que desde el 7 de agosto de 2022, cuando se posesionó el presidente Gustavo Petro, decretaron un cese el fuego y de hostilidades unilateral de lo que llaman sus “operaciones ofensivas”, para
probar su compromiso con la paz total. Cabría preguntarse si aún lo conservan porque el desafiante accionar desplegado en las últimas horas por sus bloques y frentes al colgar pendones, pintar letreros o distribuir panfletos en extensas zonas de la Costa y en subregiones de Antioquia evidencia todo lo contrario.
Coincidiendo con el aniversario 120 del nacimiento del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, esta nueva demostración de fuerza provocó, como en anteriores ocasiones, zozobra entre los habitantes de territorios sometidos al férreo control de la estructura armada ilegal que, visto lo visto, mantiene invariable su intención de amenazar e intimidar a quienes supuestamente ofrecerían, de la mano del Gobierno, alivios de carácter humanitario o mejoras en sus condiciones de seguridad. Pues, ni lo uno ni lo otro. Ni las paredes de la capilla Sagrado Corazón de Jesús, en San Onofre, se salvaron de ser pintadas con los atemorizantes mensajes de los herederos del paramilitarismo.
Entre la noche del domingo 22 de enero y la madrugada del 23, integrantes del clan se hicieron sentir en casas, parques, fincas o en vías de zonas urbanas y rurales del sur de Bolívar, Córdoba, Sucre y Atlántico, puntualmente
en Juan de Acosta y Soledad, así como en cerca de 30 municipios de Antioquia. Rutas definidas, movimientos calculados. Con celeridad, Policía y Ejército desmontaron carteles y pancartas, ofrecieron un parte de tranquilidad a
las comunidades e incluso reportaron detenciones. En algunos casos, se anunció que las pintadas serían borradas lo antes posible.
Cerrar filas contra el terrorismo debe ser un inamovible de toda sociedad democrática. Por consiguiente, actos de esta naturaleza, planeados y ejecutados para infundir alarma social con fines políticos, ameritan una única respuesta: el
repudio general. Eso tendría que darse por descontado, pero hasta ahora no ha sucedido: ninguna autoridad nacional ha rechazado la conducta de la organización criminal. Además, las intimidaciones contra los civiles son, a juicio de organizaciones que velan por los derechos humanos en las zonas afectadas, una violación del cese el fuego bilateral del Gobierno anunciado el pasado 31 de diciembre.
Cuánta falta hace en estos momentos un pronunciamiento claro de quienes lo han respaldado, empezando por el ministro de Defensa, Iván Velásquez, y el comisionado Danilo Rueda, a los que no se les ve rodeando a comunidades rehenes del miedo por la injerencia absoluta del clan en su vida diaria.
Si existiera, como prevé el Decreto 2658, el Mecanismo de Veeduría, Monitoreo y Verificación se podría acudir a él para dirimir estas situaciones, pero casi un mes después de su expedición aún no se definen reglas, compromisos o
protocolos alrededor de este cese. Y que se sepa de ningún otro. También es cierto que Gobierno y AGC tras los primeros acercamientos exploratorios no han establecido los términos de un diálogo socio jurídico para avanzar en su sometimiento a la justicia. Escenario poco claro por la ausencia de un marco legal que avale la vinculación a la paz total de estructuras sin estatus político, lo que desató un choque de trenes entre el jefe de Estado y el fiscal General, que se verán las caras en pocos días.
Sería deseable que alguien pusiera algo de cordura en medio de tanta confusión, porque lo único claro es que la guerra sigue siendo el modus vivendi de quienes han expresado su deseo de sumarse a la estrategia del Gobierno.