El Mundial de Qatar termina como arrancó: rodeado de cuestionamientos y escándalos, pese a las maniobras de su acaudalada autocracia para blanquear el torneo por el que pagaron lo indecible. En la palestra pública, como un redoblante que no ha cesado de sonar desde antes de que rodara el balón, aparecen las vergonzosas acusaciones de sobornos que avalaron la decisión de la FIFA de concederles la sede, la vulneración de los derechos humanos de mujeres, personas LGBTI y trabajadores migrantes, e insólitas historias de falsos aficionados, pura fachada o modernidad ficticia, escenificadas en el interior del pequeño emirato del Golfo Pérsico. Esto último en relación directa con la infraestructura construida en tiempo récord (estadios, hoteles y carreteras), en la que se habría invertido 220 mil millones de dólares, a un costo inestimable de vidas humanas, víctimas de abusos ciertamente predecibles.

Mientras millones de aficionados han seguido con desbordada pasión los momentos finales del torneo más importante del balompié global, olvidándose por completo de las gravísimas denuncias que dieron forma en 2013 al llamado ‘Qatargate’, el Parlamento Europeo se encuentra hoy sumido en su propio escándalo de corrupción, considerado el peor de toda su historia, con origen nada más y nada menos que en el país anfitrión del mundial. Quien sale peor librada en el entramado criminal de sobornos y blanqueo de dinero recién descubierto, conocido también como ‘Qatargate’, es uno de los 14 vicepresidentes de la institución, la socialdemócrata griega Eva Kailli, acusada, junto a una decena de personas de su círculo más cercano, de recibir fuertes sumas de dinero de figuras claves del emirato, a cambio de mover sus influencias para suavizar las posiciones del legislativo europeo en contra de los cataríes.

Deporte y política, en este caso, no son dos realidades distintas ni distantes. Por el contrario, se encuentran estrechamente ligadas a través de un hilo conductor que tiene el mismo punto de partida: la ambición sin límite de un régimen que apalancado en su descomunal riqueza ha posicionado el poder como una estrategia de Estado. Queda claro que en política exterior, bien sea en el futbol o en la diplomacia, lo que importa no son los valores, sino los intereses económicos. El que manda es el dinero con su capacidad única para corromper o alterar lo que toca, cuando procura satisfacer los mezquinos propósitos de quien maneja la chequera. Las incontables contradicciones alrededor de este mundial lo han puesto en evidencia una y otra vez, a pesar de que Qatar ha insistido, respaldado en el discurso conciliador de su principal aliado, la Fifa, de que se trata de racismo, ideologías o cuestiones políticas. Seguramente alguna razón tendrá el emir y su séquito, pero del otro lado, también es evidente el cinismo de dirigentes de países occidentales que en su afán de cerrar negocios con los cataríes se lo han puesto muy fácil.

¿Se vale ser crítico y disfrutar de la final del Mundial para celebrar con el equipo amado el deseado campeonato? Indudablemente, discrepar o cuestionar nos aproxima a contradicciones propias de las sociedades democráticas. Valga recordar que Qatar no lo es. Tampoco es un asunto de excesiva moralidad para ver la paja en el ojo ajeno en vez de la viga en el propio, sino de insistir en que no es tolerable que acontecimientos de este alcance global se instrumentalicen para blanquear regímenes totalitarios, restando legitimidad a los gobernantes de democracias liberales. No más incongruencias como Argentina 1978 o Qatar 2022. Quisiéramos creer que el mundo sí ha cambiado, tras sus muchos fracasos, para evitar que se siga a la deriva o aún peor, naufragando en el todo vale. La basura no siempre se podrá esconder bajo la alfombra.