No importa cuándo lea o escuche este contenido, da igual. Perú enfrenta su enésima crisis de gobernabilidad y el Congreso intenta destituir al presidente. Las pugnas entre el poder Ejecutivo y el Legislativo en ese país son de vieja data, pero en el caso de Pedro Castillo, desde el mismo momento de su posesión, el 28 de julio de 2021, lo han querido desalojar del poder.

En todo caso, la deriva de su mandato no se origina, como sus partidarios se esfuerzan en hacer ver en su extracción popular, ascendencia indígena o pasado sindical, sino en su falta de preparación para gobernar, escaso olfato político para rodearse de leales escuderos y demostrada incapacidad para gestionar problemas. En otras palabras, nadie conspira contra Castillo, excepto él mismo y, si acaso, sus asesores de Perú Libre, el partido que lo aupó al cargo, y en el que varios de sus integrantes como su propio mentor, Vladimir Cerrón, encaran serias acusaciones de corrupción.

De hecho, esta ha sido la peor cruz de las muchas que ha cargado el presidente, sus familiares involucrados en sonados casos y, como no, algunos de los ministros de sus muchos gabinetes, que uno a uno, como un castillo de naipes, se han derrumbado por no estar a la altura. Sin más opciones, ante inminentes parálisis del país político y en medio del creciente descontento del social, el presidente ha debido barajar sus cartas en reiteradas ocasiones para llenar los huecos que van dejando las sucesivas renuncias y destituciones de sus colaboradores.

Este insoportable tire y afloje, incluso para la imponderable política peruana, ha agravado todavía más su prolongada crisis institucional, poniendo en riesgo la frágil estabilidad democrática de la nación.

De poco le ha servido a Castillo la retórica populista que lo catapultó a la presidencia. Por sus evidentes limitaciones, cuestionable desempeño y recurrentes desaciertos, no ha sido capaz de materializar las promesas de cambio que inclinaron la balanza a su favor en las urnas. Ni siquiera sus dobles o triples saltos mortales le han sido útiles. Más bien todo lo contrario. El maestro rural de orientación progresista que se comprometió a renovar la corrompida clase política de Perú, gobernando con y para el pueblo, resultó de la noche a la mañana defendiendo políticas conservadoras e iniciativas homofóbicas y, aún peor, nombrando a funcionarios investigados por penosos episodios de violencia intrafamiliar.

Queda claro que Castillo es un gobernante errático y contradictorio, pero el Congreso que con insistencia ha buscado destituirlo por “permanente incapacidad moral”, le disputa su caótico liderazgo. Su nivel es lamentable.

No es de extrañar que así sea. En 2016, cuando Keiko Fujimori, dirigente de Fuerza Popular, perdió las elecciones presidenciales con Pedro Pablo Kuczynski, quien a la postre renunció por corrupción, su partido no aceptó la derrota. Tampoco lo hizo tras perder con Castillo en 2021. Sus malas artes los llevaron a desplegar una oposición revanchista e incluso matonesca en el Congreso, donde son mayoría, ahondando la deriva institucional con falsos actos de control político y, de paso, acrecentando el desencanto de una ciudadanía que se quedó esperando la agenda de cambios sociales prometida por Castillo.

Desde siempre, pero sobre todo ahora, el Legislativo ha sido un palo en la rueda en la construcción de consensos en Perú. En vez de cumplir con su labor, se ha dedicado a torpedear la de Castillo que debido a sus debilidades tampoco se lo ha puesto difícil.

Este 7 de diciembre, el mandatario vuelve a estar en sus manos cuando se vota la tercera moción de vacancia o destitución en su contra, con el agravante de acusaciones de un cierre del Congreso por el propio Castillo. El escenario no puede ser más desalentador para los peruanos, totalmente vergonzantes de sus dirigentes.