Las negociaciones del salario mínimo para 2023 arrancan en terreno minado. Sí, minado por factores que indudablemente afectarán el desarrollo de la discusión del cierre de cada año en Colombia entre gremios y centrales obreras, con el acompañamiento del Ministerio del Trabajo. Esta vez, en cabeza de una reconocida líder sindical, la excongresista Gloria Inés Ramírez, de quien se espera demuestre su talante de componedora para favorecer un buen clima de diálogo social. Sin embargo, es evidente que no será fácil acercar posturas en un escenario dominado, de un lado por la desbocada inflación anualizada que cerrará el año por encima del 12 % y, del otro, por presiones alcistas que anticipan un 2023 complicado para la economía y en particular, para el bolsillo de los trabajadores. Resultado final de circunstancias externas e internas, entre ellas las subidas mensuales del precio de la gasolina y de los alimentos, que seguirán siendo jalonados por los impactos de la intensa temporada invernal que amenaza ahora con extenderse hasta mediados del próximo año, según advierte el propio Gobierno.

Como es habitual en la discusión del mínimo, además de la inflación causada, la negociación tiene en cuenta el índice de productividad laboral aportado por el Dane que, a diferencia de otros años, consideró distintas metodologías para generar no uno, sino tres. Al final, y ya es un primer acuerdo, las partes se decantaron por el más alto, que fue de 1,24 %, dato ligeramente mayor al de 2021. Lo cual resulta consecuente con el aumento de la productividad que afianza su recuperación frente al empleo que, aunque regresó en octubre a un dígito: 9,7 %, no logra retomar del todo su dinamismo. Pero ese es otro debate que más temprano que tarde el país deberá dar.

En consecuencia, sin tener en cuenta ninguna consideración política, solo insumos técnicos de rigor, el aumento del salario mínimo para 2023 rondaría el 13,5 %, que en plata blanca dejaría el monto en $1,135 mil. Claro que a esta ecuación habría que incorporarle la propuesta de los sindicatos, que algunos estiman será de tres puntos porcentuales para revertir, y este es el principal argumento, la pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores por la escalada alcista, que ha golpeado con dureza a los hogares de menos recursos. Así las cosas, el punto de partida de las centrales obreras sería 16 %, a la espera del guiño del Gobierno. Conscientes de que el palo no está para cucharas, los empresarios que aún no se han pronunciado formalmente son partidarios de un incremento no superior al 14 %. Su postura, sustentada en criterios técnicos, intentará minimizar presiones en el difícil escenario de 2023, en el que habrá que lidiar con tasas de interés altísimas, la desaceleración de la economía y el incierto impacto de la tributaria.

Haría bien el Gobierno en evaluar con pragmatismo la realidad del mercado laboral, el contexto macroeconómico actual y otras variables clave de cara a la discusión. Más allá de que se concerte o defina un aumento de 14 % o 18 %, con sus efectos en la creación de empleo, contratación de mano de obra o informalidad laboral, si no se controla la inflación, difícilmente se podrá proteger el valor adquisitivo de los salarios de la gente. En este sentido, para evitar que se cumpla la profecía anual de que lo comido salga por lo servido, el Gobierno se compromete a cambiar, vía decreto, el indexador de 170 bienes y servicios, para desvincular sus aumentos del alza del mínimo. Otros requerirán trámite legislativo. Es su forma de asegurar que el nivel de vida de la clase trabajadora no se vea sometido a fortísimos vaivenes, sobre todo en tiempos de crisis profundas como el que se avecina. Aunque no es lo habitual, sino la excepción, un rápido acuerdo entre sindicatos y empresarios enviaría señales positivas a un país inquieto por su futuro, a tenor de las alarmas encendidas. Darse un voto de confianza supondría un arranque positivo a cruciales discusiones inminentes, no menos antagónicas, sobre las reformas laboral y pensional.