El incontenible aumento de casos de violencia de género en Colombia nos retrata como sociedad. Todas las estadísticas de Medicina Legal confirman la alarmante vulneración directa de los derechos de niñas, adolescentes y mujeres. Entre enero y septiembre de 2022, y aún son datos preliminares, el instituto ha documentado 35 mil casos de violencia intrafamiliar, de los cuales más de 26 mil son atribuidos a sus parejas o exparejas, además de otros 21 mil episodios de violencia interpersonal en su contra y ha practicado cerca de 17 mil exámenes médico legales por presunto delito sexual, 12 mil 800 de ellos en menores de 0 a 14 años. Barranquilla, tras Bogotá, Medellín y Cali, aparece en el deshonroso top de las cuatro primeras ciudades del país con más agresiones, abusos y otros tipos de aberrantes violencias de género. Urge que se revisen las políticas de prevención, atención y reparación de las víctimas de este horror, al igual que las rutas de acceso a la justicia porque, ciertamente, no están siendo efectivas ni expeditas.
Hoy en el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, desde EL HERALDO nos sentimos ética y moralmente responsables de insistirle a nuestras audiencias sobre el largo camino que queda por recorrer hasta que niñas y mujeres puedan llevar una vida libre de miedos, acosos, maltratos, ataques e inseguridad. Esta es una de nuestras constantes preocupaciones debido a que demasiados hechos relacionados con violencia de género se cuelan en nuestra agenda diaria. Sin duda, encaramos un contexto que tiene su lado negativo por la afectación que trae consigo. Pero también conviene señalar que este gravísimo problema social resulta cada vez más visibilizado y denunciado, muchas veces por las mismas víctimas que han logrado reconocerse como tal. Se trata de un leve avance que es justo destacar, sobre todo para enviar un contundente mensaje de solidaridad y empatía a aquellas que aún no se atreven a hacerlo.
La violencia de género sí existe, pese a que muchos intentan negarla o edulcorarla mediante manidas expresiones de amor romántico, buscando normalizarla. Especial cuidado hay que tener con las más jóvenes, quienes deben permanecer alerta frente a actitudes o comportamientos de control en sus entornos y relaciones, como el que se ejerce a través del celular. Adicionalmente, están los celos, el conflicto o las prácticas sexuales por coacción que se consideran otras maneras de dominación. Como sociedad se les debe garantizar, a mujeres y hombres, una adecuada y oportuna educación afectivo-emocional para que sepan detectar este tipo de conductas antes de que se conviertan en patrones tóxicos que escalen a situaciones violentas capaces de destrozar sus vidas por una agresión sexual o, en el peor de los casos, por un feminicidio.
No queremos más víctimas eternas ni victimarios perpetuos. No solo en los hogares, también en los centros educativos, la formación en justicia y equidad de género tiene que ser una labor constante, obligada si cabe, para romper jerarquías o paradigmas abusivos que sin remedio reproducen los ciclos de violencia machista generación tras generación. Cada maltrato verbal y físico, abuso sexual o asesinato de una niña o una mujer por su condición tiene que desencadenar una significativa reacción social que exija, una y otra vez, el fin de esta monstruosa cultura de la violencia, que también tiene su componente institucional. En el colmo del cinismo, el sistema que les falla a las mujeres por no protegerlas, luego las revictimiza de las peores formas. ¿Hasta cuándo tanta hipocresía por la perversa elusión de obligaciones de los poderes públicos? Se les está haciendo tarde para cerrar los vacíos que obstaculizan denuncias. La violencia de género no define a sus víctimas. Ellas son supervivientes del holocausto sufrido. Nos necesitan. Dejarlas solas, como ocurre a diario, es igual a volver a violentarlas. No más indolencia, errores e impunidad cómplice que cuestan vidas.