El asesinato de mujeres en el Atlántico debe ser motivo de vergüenza para nuestra sociedad. En lo corrido de 2022, superando con creces el dato correspondiente al mismo periodo del año anterior, se calcula que 25 habrían muerto de forma violenta en Barranquilla y en el resto del departamento. De ellas, cerca de la mitad serían víctimas de feminicidios. Sí, esos intolerables crímenes perpetrados generalmente por sus parejas o excompañeros, también por personas de su propia familia, por su condición o por motivos de su identidad de género que constituyen la expresión más brutal y extrema de las múltiples y complejas violencias que padecen mujeres, niñas y adolescentes. Una pandemia que no logramos superar.

Ninguna novedad, dirían los más indolentes frente a esta tragedia silenciosa en la que se intenta naturalizar o legitimar, incluso entre las nuevas generaciones, los distintos tipos de violencia machista. Nada es casualidad. Todo este tsunami de ofensas, abusos y, por supuesto, ataques sexuales, emocionales y físicos registrado en el interior de los hogares, cuando no se ataja a tiempo ni las víctimas reciben protección adecuada, puede desencadenar feminicidios como el de Olinda Yepez Buelvas, el 9 de mayo en Soledad. La joven fue asfixiada hasta morir por su pareja, Miguel Logreira Márquez, quien luego se entregó a la justicia. Hechos dolorosos que, más allá de sus particularidades propias, tienen en común la desigualdad, discriminación y estereotipos negativos que de manera histórica han lacerado la dignidad de las mujeres.

Episodios tan infames como este confirman que, pese a la modernidad actual, continuamos viviendo en un mundo dominado por la inequidad y el irrespeto hacia mujeres, niñas y adolescentes. Un contexto que se resiste a indispensables transformaciones sociales y culturales, a través de la educación temprana, por ejemplo, que eliminen irracionales narrativas machistas relacionadas con el poder, la dominación y el control de los hombres. No puede ser que el lugar más peligroso para las mujeres, como documenta Naciones Unidas, sea su propio hogar. Yulissa Corro Correa, con un embarazo gemelar de seis meses, recibió un disparo en la cabeza dentro de su lugar de residencia que acabó con su vida y la de las criaturas que llevaba en el vientre. De su pareja, Gregory Alejandro Rey, quien habría accionado el arma, no se sabe nada desde el 12 de mayo, cuando sucedió la tragedia. Los padres de la joven están rotos de dolor e impotencia porque jamás llegaron a dimensionar el infierno en el que al parecer estaba inmersa Yulissa.

Ciertamente, los crímenes de mujeres destrozan a sus familias, en especial a los hijos de las víctimas. Cuatro tenía Ruthmary Carroz Ferrer, de 32 años, una vendedora informal asesinada a tiros el 5 de mayo de 2022 en las afueras de los juzgados de Puerto Colombia. Su madre desconoce los motivos del asesinato, la Policía lo asocia a actividades ilícitas. En el homicidio de Olga María Gómez, una adulta mayor residente en el barrio Rebolo, las autoridades tienen claro que fue estrangulada y su cuerpo atado de manos y pies por sus inquilinos que ahora son buscados por la Policía. Una joven de 23 años, Edixmar Enríquez González, fue encontrada incinerada en las últimas horas en la Vía al Mar. Todo indica que se trataría de un feminicidio. En ninguno de los anteriores casos, tampoco en el crimen de Socorro Orozco Morón, de 59 años, baleada a finales de abril en la puerta de su casa, supuestamente por el impago de una deuda con un prestamista ‘gota a gota’, los responsables han sido judicializados.

Es una realidad irrebatible que la impunidad, como la discriminación contra las mujeres, perpetúa las intolerables violencias en su contra. No solo las vinculadas con el género, como pasa en los ámbitos laboral, educativo, en la participación en política o en la denegación de servicios y derechos sexuales y reproductivos. También en relación con hechos criminales en los que son víctimas, como una extorsión o un atraco. Tal parece que sus autores, en vista de la desigualdad que ellas enfrentan a diario, en buena medida por su situación de pobreza o exclusión estructural, se sienten legitimados a actuar con descaro. Si no actúan a tiempo cumpliendo con sus obligaciones, previniendo, desincentivando la violencia, investigando, identificando a los responsables y sancionándolos, el Estado y sus instituciones, a nivel distrital y departamental, serán convidados de piedra de un pandemonio en el que las mujeres las seguirán matando sin más. ¡Basta ya, esto tiene que parar!