El dato de los jóvenes que ni estudian ni trabajan en Colombia siempre resulta perturbador. Durante el trimestre enero – marzo de 2022, 3,2 millones de ellos, con edades entre 15 y 28 años, estaban en esa condición, indicó el Dane, lo que equivale al 27 % del total de este segmento etario en el país, estimado en 12 millones de personas. El mayor porcentaje, en consonancia con las cifras generales de desocupación son mujeres. Aunque el desempleo juvenil se ha reducido en los últimos meses, gracias en buena medida a incentivos otorgados a empleadores, esta población continúa enfrentando complejos factores de exclusión social que les impiden materializar procesos indispensables para transitar hacia lo que se conoce como la vida adulta. Profunda crisis sistémica extendida casi a nivel global –aunque valga decir que esto no es excusa para no atenderla– que ahonda aún más la brecha intergeneracional en distintos ámbitos, también en los vinculados al poder político o la confianza hacia las instituciones.
Una reciente encuesta de la firma Cifras y Conceptos para la Universidad del Rosario, la fundación Hanns Seidel y los colegas de El Tiempo Casa Editorial retrata con claridad la situación de los jóvenes. En esta oportunidad, los consultados en 11 grandes ciudades, entre ellas Barranquilla, además de 210 municipios, indican que la inseguridad en las calles, la falta de empleo y las demoras en la atención en salud son los problemas que más los aquejan en los actuales momentos. También manifiestan su creciente desconfianza hacia los poderes públicos, entes de control, la Policía, las Fuerzas Militares y hasta la Iglesia Católica. Sus emociones, preocupaciones e incluso angustias revelan, en algunos casos, expectativas bastante reducidas sobre un porvenir esperanzador en el país debido a que no encuentran las oportunidades esperadas o anheladas en este decisivo ciclo vital.
Más que como simples resultados, estos datos deben interpretarse como señales claras e inquietantes de la evidente ruptura generacional que se ha hecho más grande en nuestra sociedad, convirtiéndose en un serio riesgo para su estabilidad, tanto la actual como la futura. No se debe subestimar la importancia de la cohesión social, en la que los jóvenes juegan un rol primordial al ser uno de los colectivos protagonistas en la construcción de progreso, bienestar y vida digna para todos. Superar su condición de inactividad es crucial. De ello dependerá su adecuada integración en el tejido social asegurándoles un futuro posible y mitigando la desigualdad o inequidad que hace más dificultosa su emancipación.
Los jóvenes no afrontan una situación de precariedad socioeconómica por decisión o voluntad propia. Las condiciones de nuestro mercado laboral, bien sea por su elevado nivel de informalidad o por sus dificultades para incorporarlos inciden enormemente en su falta de opciones. En este sentido, la Misión de Empleo creada durante este Gobierno entregó a principios de año recomendaciones para superar sus protuberantes deficiencias estructurales, pero aún no se han puesto en marcha. Otro asunto es la deserción juvenil de los programas formativos, en especial entre las mujeres, acentuado –como si fuera poco– durante la pandemia. Ambos tienen pronóstico de difícil resolución y claramente no son los únicos que dañan a nuestros jóvenes que reclaman ser vistos y escuchados. Hoy sienten que no es así.
Sus aportes en asuntos determinantes como la crisis climática, las desigualdades socioeconómicas o las estrategias en la lucha contra la corrupción, al igual que sus demandas para alcanzar mayor representación en espacios de toma y formulación de decisiones públicas son fundamentales para garantizar su inclusión real en la sociedad. Derribar las barreras estructurales que obstaculizan el goce efectivo de sus derechos supone tareas urgentes en términos políticos y legislativos. Sin embargo, los jóvenes también deben comprometerse en la cimentación del nuevo equilibrio que exigen, participando con ideas y actuando de manera coherente para generar condiciones propicias que impulsen su desarrollo individual y colectivo. Nadie más que ellos podrá hacerlo posible. Es deber de los aspirantes presidenciales, y guardamos la esperanza de que así sea, responsabilizarse del futuro de los niños y jóvenes colombianos, en especial de los más vulnerables, para que no alimenten por más tiempo el sentimiento de inexistencia social que han arrastrado hasta ahora.