En Soledad, como en muchos otros territorios del país, la vulnerabilidad socioeconómica de sus habitantes sumada a la deficiente oferta de servicios de transporte público formal en zonas distantes o periféricas se desplazan en motocarro. Esta forma de movilizarse, caracterizada por una altísima demanda, riesgos de accidentalidad e inseguridad tanto para conductores como pasajeros, responde a un complejo fenómeno que provoca a diario serios problemas de congestión en las vías del municipio más poblado del Atlántico. Una actividad que, adicionalmente, crece sin ningún control, mientras disfraza alarmantes niveles de pobreza e informalidad en miles de hogares que no cuentan con opciones distintas para obtener ingresos.

El motocarrismo, así como otros medios de transporte carentes de legalidad, no surgen ni se extienden por generación espontánea en lugares como Soledad. La falta de planificación o estructuración, tanto en materia de ordenamiento territorial como en las condiciones para desarrollar un eficiente sistema de transporte público interno, favorecieron la veloz expansión de estos populares vehículos que en 2010 no llegaban ni a 1.400. En la actualidad, serían más de 6.500 distribuidos en 18 cooperativas, de acuerdo con el Instituto de Tránsito y Transporte de Soledad que planea un nuevo censo para establecer la cifra exacta.

Aunque basta con echar un vistazo a las calles del municipio para percatarse que ese dato resulta conservador. En especial, porque la pandemia agudizó la precariedad de familias pobres que se volcaron al motocarrismo u a otras formas de transporte informal como alternativa de subsistencia. No se puede decir que esta actividad mejore su condición socioeconómica, pero al menos les facilita obtener recursos para sostenerse. Otra de las razones por las que el fenómeno crece en Soledad. Sin mayores posibilidades de formación ni ingreso al mercado formal, la población económicamente activa que allí reside termina cayendo en esta trampa de la pobreza. La nueva mirada de la agónica guerra del centavo, en versión motocarros, para arañar los pesos diarios de la gasolina, la tarifa y algo de ganancia. Está claro que lo grueso del negocio que produce miles de millones de pesos al año no llega a los bolsillos del eslabón más débil de la cadena, sometido a presiones de la criminalidad.

La fragilidad institucional del municipio hace el resto. Pese a la buena intención que asiste a las autoridades soledeñas, soportada además en la normatividad local (Decreto 288 de 2017), tratar de controlar o regular a semejante volumen de motocarristas se convierte en una misión prácticamente imposible. Medidas como pico y color, restricción nocturna o de circulación por determinadas vías como la calle 30 o Murillo suelen caer en saco roto porque no se cumplen. Bien sea por ausencia de una cultura de acatamiento de las normas, falta de vigilancia, además de tolerancia social con los excesos. O bien sea por incapacidad de gestión de los responsables e incluso corrupción de quienes deben imponer el orden.

Revertir esta situación en medio de una demanda creciente por parte de los usuarios tampoco es tarea fácil. ¿Qué escenarios quedan? Por un lado, habilitar un considerable número de rutas de transporte colectivo en sectores del municipio, también en los informales, lo cual se estima una fórmula inviable por muchas razones, principalmente económicas. Por otro, como coinciden analistas consultados por EL HERALDO, se debería legalizar la operación de los motocarros e integrarlos como un componente zonal o alimentadores del TPC o del Transmetro. Una determinación de enorme calado que no depende de Soledad, sino del Ministerio de Transporte que, aunque reglamentó este servicio para municipios con menos de 50 mil habitantes, aún está en mora de ajustar la normativa en el caso de territorios con población más numerosa.

Una decisión de fondo no debería tomar mucho más tiempo. El próximo gobierno tendría que asumirla como prioritaria. No solo porque del motocarrismo u otras formas de transporte informal derivan su sustento decenas de miles de personas en el país con realidades adversas: ¡toda una bomba social! También porque si no se encuentra una salida concertada, este fenómeno seguirá repercutiendo negativamente en la sostenibilidad del transporte formal como se ha visto con los sistemas masivos.