La contaminación acústica, considerada también como una forma de violencia ejercida a través del ruido intenso e insoportable, no es una molestia menor. Es un serio problema de salud pública que altera el bienestar físico y mental de las personas que lo padecen. Inevitablemente, la sobreexposición constante a inaguantables sonidos que superan todos los niveles permitidos, procedentes del tráfico de los vehículos o de negocios, en particular de ocio nocturno, como restaurantes, bares, billares o discotecas, termina enfermando a quienes se ven obligados a ‘malvivir’ con ellos.

Quienes afrontan esta exasperante cotidianidad viven resignados a una agonía constante en el día, pero especialmente en las noches cuando conciliar el sueño resulta una causa perdida, mientras sienten cómo sus casas se vienen abajo por las vibraciones de los estruendos que, como la peor de las pesadillas, acaban alojadas en su cabeza. No son pocas las afectaciones para la salud de quienes viven cerca de vías muy transitadas, de establecimientos insufriblemente ruidosos o de sectores de rumba prolongada y con elevados índices de sonidos no deseados. Estudios científicos asocian molestias crónicas y alteraciones de sueño, derivados directamente de la contaminación acústica, con enfermedades cardíacas y trastornos metabólicos. Por no hablar de las complicaciones auditivas y del progresivo deterioro de la salud mental.

Aunque parecería ser un tema de sentido común, eliminar esta problemática no es sencillo ni rápido. No importa dónde o cómo se presente, ni la condición económica o social de los perjudicados. Tampoco su nocivo impacto en la salud, especialmente en la de niños, adultos mayores o enfermos crónicos, y entre los animales de los entornos urbanos. Cuesta realmente entender la férrea defensa que algunas personas hacen del ruido, a toda costa, sin dar alcance a los peligros que entraña un enemigo no tan sigiloso que, poco a poco, va haciendo lo suyo, como ocurre con las partículas contaminantes en suspensión.

Nos corresponde entenderlo con absoluta claridad, la violencia acústica no solo es ausencia de cultura ciudadana, intolerancia e irrespeto de las mínimas normas de convivencia en comunidad. Eso, sin duda. El asunto va más allá. Nos enfrentamos a una crisis de sociedades acústicamente enfermas que se niegan a reconocer su perniciosa realidad, haciendo realmente poco para cambiar sus hábitos de vida, tanto individuales como colectivos. Factores socioculturales inciden en los altos niveles sonoros por creencias erróneas, como la que atribuye mayor prestigio o reconocimiento al dueño del equipo de sonido más escandaloso o el picó más estruendoso de la cuadra. Formar ciudadanos respetuosos de los espacios privados de los demás sigue siendo una asignatura pendiente entre nosotros. ¿Quién se le mide?

Como en otras situaciones difíciles, se necesitan salidas conjuntas para reducir el ensordecedor ruido que tanto perturba. Categóricamente, los ciudadanos deben asumir el compromiso cívico de no excederse en volumen o en moderarlo, si son requeridos. Pero si no lo hacen, como pasa con frecuencia, la normatividad tiene que ser aplicada por autoridades vigilantes del bien común. Si una de estas bases falla, no habrá solución posible. Está demostrado que si la Policía no actúa con diligencia se abre un riesgoso margen para que disputas de convivencia desaten inaceptables hechos violentos, al tiempo que se profundiza la crisis de confianza ciudadana en sus instituciones. Pedagogía para prevenir fatalidades.

El acuerdo alcanzado entre los vecinos de la 8 con los propietarios de establecimientos de ese sector, en el suroriente de Barranquilla, sobre disminución de ruido y disposición de basuras constituye un ejemplo a destacar en materia de construcción de acuerdos para promover sana convivencia. Este es el camino correcto para tramitar diferencias y asegurar respeto entre iguales. Al fin y al cabo, todos son vecinos y deben velar por el interés general bajo una premisa bastante simple: no todos estamos interesados en escuchar el ruido de los demás.