Drayke Hardman, un niño de tan solo 12 años que no soportó más el abuso y el matoneo que padeció durante un año por parte de otro niño de su escuela en Utah, Estados Unidos, decidió quitarse la vida esta semana con el cordón de la capucha de su chaqueta.
Ni su mente ni su corazón encontraron una salida al sufrimiento, y la única forma que halló para ponerle fin fue la fatal decisión que conmovió al mundo por el drama que viven sus padres, que expresaron su dolor en redes sociales porque nada pudieron hacer para salvarlo de la agonía en que vivía.
Después de que saliera a la luz el caso de Drayke, en Barranquilla, donde la mayoría de los estudiantes retornaron 100 % a la presencialidad hace apenas tres semanas, comenzaron a denunciarse varios casos de intolerancia, agresiones y matoneo que desnudaron los efectos del confinamiento y la pandemia en la población estudiantil, cuyo único contacto con la vida escolar por cerca de dos años fue a través de la virtualidad.
A un niño de segundo grado, por ejemplo, niños de cursos superiores lo abordaron a la salida del baño para golpearlo y meter uno de sus dedos en un zacapuntas. ¡Cuánto dolor debió haber pasado!
Varias interrogantes surgen en estos casos, donde el camino fácil para muchos es señalar al agresor sin recordar que también es un menor que requiere de acompañamiento y atención. Pero largo es el trecho a abordar y tratar desde cada uno de los actores que confluyen en un ecosistema escolar, y que pueden ir desde situaciones de salud mental hasta niños en entornos de violencia intrafamiliar, entre una amplia gama de situaciones.
Y, para poner en dimensión una parte de ello, cabe recordar las cifras que presentó el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia –Unicef– el año pasado: “cada día, más de 10 adolescentes mueren por suicidio en América Latina y el Caribe. Eso es casi 4.200 suicidios de jóvenes por año”.
Según la misma entidad, “en la región se estima que el 15% de los niños, niñas y adolescentes de entre 10 a 19 años (alrededor de 16 millones) viven con un trastorno mental diagnosticado. Eso es más alto que el promedio mundial de alrededor del 13 por ciento”.
Sumado a estas escabrosas cifras, Unicef también reveló que los gobiernos de la región solo destinan alrededor del 1,8% del gasto público en salud mental. Un recurso que, por supuesto, se queda insuficiente ante la magnitud del problema, que además termina convirtiendo los espacios educativos, que tan anhelados han sido por los estudiantes luego de la pandemia, en lugares de matoneo, terror e injsuticias, que bien pueden salvaguardarse con las acciones pertinentes y a tiempo.
Se hace imperativo condenar que un niño, al día de hoy, decida quitarse la vida en lugar de recibir atención y direccionamiento, pero sobre todo la seguridad de que a su lado, sus propios compañeros, no le harán daño. Promover entre padres, maestros, niños y jóvenes la comunicación abierta y clara respecto a la salud mental y el bullying es una premisa que no da espera.