Decenas de muertos y casi 5 mil detenidos son solo algunas de las escabrosas cifras que, hasta el momento, acumulan las protestas en Kazajistán, un país cuya distancia geográfica con Latinoamérica es marcada, pero no así sus realidades y padecimientos que han llevado a un fuerte estallido social, tal vez el más violento de su historia postsoviética.

Las razones que llevaron a la crisis, cuya gota se rebasó el pasado 2 de enero, no pueden ni deben ser reducidas al alza de tarifas en el gas líquido, principal combustible automotriz del país, cuyo precio pasó de los 60 tenges por litro –moneda de Kazajistán– a los 120 (0,28 dólares) de manera abrupta. Sin embargo, este detonante, que se originó en la región occidental de Mangystau, sí logró convertirse en una bola de nieve que casi de manera instantánea removió las fibras de todo el país, que tornó su descontento en consignas sociales, políticas y económicas que llevaban décadas de represamiento y sin solución o eco en las instituciones gubernamentales.

La avalancha de gente que ha salido a las calles en ciudades como Almaty, capital económica, ha querido que el mundo ponga el ojo en la evidente brecha social que existe en Kazajistán, producto de la acumulación de poder y del monopolio de las élites que han convertido en insoportable el día a día de los kazajos, quienes no ven traducido en réditos el haberse convertido en el país con las más grandes reservas de petróleo del espacio postsoviético después de Rusia, con importantes exportaciones del mismo, así como de gas y uranio.

Por supuesto el Gobierno ha buscado reprimir las expresiones de descontento, y no es la primera vez que sucede. En diciembre de 2011 se vivió una movilización similar en la provincia de Mangystau, pero las fuerzas policiales lograron “contenerla” en lo que terminó conociéndose después como la ‘masacre de Zhanaozen’, donde al menos 14 protestantes del pueblo petrolero se enfrentaron a las fuerzas policiales y fueron asesinados. ¡Toda una tragedia!

Todo esto ha sucedido bajo el mandato de Nursultán Nazarbáyev, quien gobernó el país durante 29 años, pero que, tras bambalinas, continúa moviendo los hilos políticos y económicos de la república centroasiática e incluso se le señala de estrechos vínculos familiares con representantes de las principales empresas gasísticas y petrolíferas del país, responsables del alza brusca de los precios.

Nazarbáyev se encuentra a la sombra del actual mandatario Kassym- Jomart Tokayev, quien a su vez le responde a Vladimmir Putin, presidente de Rusia. Tan es así que esta semana lanzó una purga de la seguridad kazaja con el fin de “estabilizar” la situación de la región –donde además reside una minoría rusa– para obtener el favorecimiento de sus “pares” en la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), conformada por seis naciones de Europa y Asia Central exsoviéticas, entre ellas Bielorrusia, Armenia, Kirguistán, Rusia, Tayikistán y Kazajistán.

La purga consistió, en palabras de su mismo presidente, en “disparar a matar” a los manifestantes para eliminar, según él, a los “bandidos que han provocado los disturbios”. No existen puntos medios en este conflicto; no hay negociaciones; no hay un oído para escuchar las necesidades y las dolencias de quienes están exponiendo sus vidas en las calles; no hay un Gobierno que respete y proteja los derechos de la ciudadanía, únicamente, como se dice vulgarmente, se vale el “plomo”, que aumentó con la llegada de un “contingente de pacificación” al país, por un mes, como recomendación del kremlin, que además calificó a los manifestantes de “terroristas” y culpó a intereses extranjeros de jugar un papel instigador en la crisis.

En este escenario, ¿qué ciudadano compite con un grueso de tropas de la OTSC compuesto por fuerzas aerotransportadoras rusas, brigadas de fuerzas especiales y aviones II-76?

No en vano el llamado de mandatarios como el francés Emmanuel Macron, de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, e incluso del mismo papa Francisco, a poner “fin a la violencia” y a “buscar el diálogo”, porque otros caminos sí existen y en ellos deben primar los derechos fundamentales que por supuesto protegen la libertad de expresión, la seguridad y la vida, pero que en este caso le fallaron a los ciudadanos, entre ellos tres niños menores de 11 años que murieron en medio del conflicto.