Cerca de la mitad de su vida la periodista Jineth Bedoya, secuestrada, torturada y violada por paramilitares en un miserable acto de retaliación contra el valiente ejercicio de su trabajo investigativo, la ha dedicado a buscar justicia, para ella y para las miles de víctimas de violencia sexual en Colombia.

El sufrimiento moral e incluso físico que ha arrastrado desde entonces esta mujer –menuda de tamaño, pero de una descomunal fortaleza– lo transformó en inspiración para no desistir en una estoica lucha legal y mediática durante más de dos décadas, en las que tuvo que desafiar la indolencia de una justicia sin alma ni corazón que la obligó hasta en 12 ocasiones a reeditar uno a uno los lacerantes detalles de sus agresiones físicas y sexuales.

Lo que le pasó a Jineth Bedoya jamás se debe repetir. La humillación y revictimización a la que fue sometida por distintos funcionarios de la institucionalidad que le fallaron –no una, sino incontables veces, además en escenarios locales e internacionales– no tiene nombre. Imposible calificar la suma de tantas infamias infligidas a una sola persona.

Su emblemático caso, en el que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) considera que “el Estado de Colombia es responsable” por diversas violaciones a los derechos de la periodista, marca un significativo precedente frente a la lentitud, inoperancia y negligencia de nuestra justicia para investigar y sancionar penalmente lo ocurrido el 25 de mayo de 2000. Ese fatídico día, Jineth Bedoya fue interceptada y secuestrada en la puerta de la Cárcel La Modelo, de Bogotá, a donde había acudido para recibir el testimonio de un líder de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), Mario Jaimes Mejía, alias el Panadero, quien le iba a revelar cómo operaba el tráfico de armas en el centro de reclusión.

Jamás se produjo el encuentro. Todo fue una trampa orquestada por paramilitares, policías y guardias del Inpec que ejecutaron al pie de la letra un macabro plan criminal, para provocarle el mayor daño a la periodista que investigaba la alarmante corrupción en el interior de la prisión, uno de los peores símbolos de la impunidad del país.

Da vergüenza señalar que, luego de dos décadas de esta sucesión de abusos, de los cerca de 25 individuos que habrían participado en ellos solo tres han sido condenados. Por eso, la sentencia es ejemplar al ordenar al Gobierno colombiano investigar, enjuiciar y castigar a los responsables de los hechos frente a los que existen “indicios graves, precisos y concordantes” de participación estatal”.

En un sentido más preciso, la Corte solicita a la Fiscalía que establezca la vinculación de funcionarios de mayor nivel, entre ellos un exalto oficial de la Policía, en esta monstruosidad. Es tiempo de que se conozca, de una vez por todas, la verdad acerca de esta canallada que ha sometido a un insoportable tormento emocional a Jineth y a su madre, intensificado además por la deplorable actitud de los gobiernos de los últimos 20 años que se negaron a reconocer la responsabilidad del Estado y a reparar el daño causado.

Aunque nunca será hora de callar los crímenes sexuales, la justa condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado colombiano abre un tiempo para empezar a sanar. Primero, porque permite el resarcimiento que la ex editora judicial de El Espectador, hoy editora del diario El Tiempo, ha perseguido durante tantos años a un costo personal incalculable.

También el fallo es clave porque obliga al Estado colombiano a asegurar la protección de las mujeres periodistas con la puesta en marcha de programas financiados con recursos públicos. Es indispensable que se tome urgente conciencia de los graves peligros a los que se ven expuestas las mujeres periodistas en un país sometido a una interminable guerra con voraces actores, legales e ilegales, dispuestos a cometer las peores arbitrariedades. Está claro que la justicia que tardíamente le llega a Jineth alivia, de alguna manera, las persecuciones, ataques y abusos que han padecido tantas colegas por razones de su trabajo.

Nada podrá reparar el daño que ha sufrido Jineth Bedoya, pero el camino que ha trazado para las sobrevivientes de violencia sexual en Colombia es inconmensurable. Así que gracias, Jineth, por tu valor y entereza, por no decaer en medio del abandono, el vacío y la depresión, por demostrarnos que el periodismo sana y salva. Seguimos a tu lado y al lado de las miles de víctimas que merecen ser escuchadas y reconocidas en su búsqueda de justicia y reparación. Lograr que nadie se lo haga más difícil debe ser una obligación de todos.