Cada vez que un menor de edad es asesinado por un adulto, al que se le confía su cuidado y protección, se convierte en un nuevo símbolo de nuestro fracaso como sociedad. La violencia contra niños, niñas y adolescentes en Colombia constituye un problema social de extrema complejidad al que no logra ponérsele freno, mientras los casos se suceden cada vez con más frecuencia y retorcida crueldad. Los verdugos suelen ser personas cercanas a su entorno familiar que cometen los más atroces vejámenes contra las indefensas víctimas en el interior de sus propios hogares. Infiernos sin escapatoria para criaturas inocentes condenadas a sufrir aterradores padecimientos físicos, sexuales, sicológicos y emocionales frente a los que no cabe ninguna justificación. Solo vale la condena más absoluta ante un fenómeno que sobrepasa todos los límites de la cordura humana.
Las nuevas víctimas de esta lacra, que pese a los esfuerzos institucionales y de organizaciones privadas parece inatajable, son dos bebés de menos de dos años, Samuel David y Maximiliano, asesinados a golpes, presuntamente, por sus padrastros en Bogotá y Medellín. Tristemente no son los únicos. También en la capital del país las autoridades investigan el crimen de un niño de 5 años salvajemente agredido por el compañero sentimental de su madre; además se denunció que otros dos pequeños, de 3 y 9 años, fueron torturados por su padrastro que los quemaba. A estos horrores, los que llegan a ser denunciados o salen a la luz por sus dramáticos desenlaces debido a que las distintas formas de violencia contra los menores de edad alcanzan un vergonzoso subregistro, hay que agregarle el repudiable abuso sexual contra una niña de 2 años por un sujeto en Soledad que grabó el aberrante crimen en su teléfono celular.
Cuando conocemos estos infames hechos solemos preguntarnos qué le pasa por la cabeza a individuos que actúan de forma tan abominable con seres inocentes e indefensos. Sus comportamientos son, por decir lo menos, repugnantes. Desconcierta que episodios como estos, que estremecen lo más profundo del alma y remueven conciencias, ocurran de manera impune como consecuencia de la oprobiosa, además de peligrosa, naturalización de la violencia contra niños, niñas y adolescentes. Cerca de 11.300 procesos administrativos para el restablecimiento de derechos de menores de edad, por violencia infantil, adelantó Bienestar Familiar en los cuatro primeros meses del año. La respuesta del Estado no puede ser reactiva. Acabar con esta tragedia necesita una acción multisectorial en educación parental, prevención y detección precoz de las señales de alarma, sospechas o evidencias entre las víctimas, más allá del ámbito familiar. Pero sobre todo se debe coordinar mejor la actuación de la institucionalidad cuando existen denuncias, muchas de las cuales inexplicablemente no son atendidas, pese a los riesgos que corren los menores y sus madres, también sometidas a malos tratos por sus compañeros o exparejas. Si las denuncias no se tramitan adecuadamente, la confianza ciudadana naufragará en el mar de la desidia oficial y no habrá rigor normativo ni judicial que pueda detener la violencia contra los más indefensos. Las hojas de ruta siguen sin ser acertadas. Dicho de otra forma, son un cuello de botella insalvable para los denunciantes.
Detrás de gravísimos casos de violencia infantil subyace un machismo rampante de individuos que perciben a las mujeres como su propiedad y consideran a sus hijos como un simple anexo de ellas. Dañar a los niños es una manera de causar sufrimiento a las madres. Protegerlos a ambos debe ser prioridad ahora que la pandemia de maltratos físicos, abusos sexuales y todo tipo de vejámenes en su contra se ha disparado, en especial cuando la exclusión, el desamparo y la pobreza agravan su condición. Urge actuar a favor de la igualdad antes que la degradación en curso nos estalle en la cara con más espantosos casos.