El atentado terrorista con carro bomba en el interior de la Brigada 30 del Ejército en Cúcuta deja enormes interrogantes acerca de la actuación de los uniformados encargados de garantizar la seguridad de la unidad castrense en un territorio con fuerte presencia de grupos criminales. Al menos siete militares responsables de la guardia y varios de sus comandantes directos fueron relevados de sus cargos mientras avanzan las investigaciones penales y disciplinarias para establecer si existió omisión de sus deberes o, incluso, complicidad en el ingreso del vehículo cargado con el explosivo.

Las fallas en los protocolos de seguridad, a simple vista, resultan elocuentes. Lo confirmaron de manera pública el fiscal general, Francisco Barbosa, y el propio comandante de las Fuerzas Militares, el general Luis Fernando Navarro, tras reconstruir el hecho atribuible a las milicias urbanas del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Las primeras pesquisas dejan entrever que la guerrilla habría usado el mismo modus operandi empleado en el atentado con carro bomba a la Escuela General Santander, el 17 de enero de 2019, en el que fallecieron 22 cadetes. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido con el autor material de ese ataque, quien se quitó la vida al empotrar su vehículo -cargado con 80 kilos de pentolita- contra un alojamiento; en esta ocasión, al conductor aparentemente le sobró tiempo para moverse a sus anchas en la base militar donde se presume, como en cualquier otra unidad de este tipo, el cumplimiento estricto de normas de seguridad destinadas a prevenir y controlar riesgos para salvaguardar la vida de quienes allí se encuentran.

Lo sucedido vuelve a poner en tela de juicio la estrategia de inteligencia y contrainteligencia del Ejército. Una cámara en la entrada de la brigada mostró a un individuo que no usaba uniforme ni suplantaba a ninguna autoridad judicial, como se dijo al principio, accediendo a la instalación militar en una camioneta, a la que un soldado apenas le revisó el baúl. Tras su ingreso al mediodía, el conductor parqueó el carro frente al dispensario médico durante más de dos horas. Nadie se dio por aludido. A las 2:45 p. m. se desplazó hasta ubicarse en inmediaciones de la oficina de inteligencia. Cinco minutos más tarde, se bajó del automotor y salió caminando de la brigada, ‘como Pedro por su casa’. 11 minutos después, a las 3:01 p. m., se produjo la primera explosión, y a las 3:04, la segunda. El caos fue general. Los terroristas habían logrado su objetivo.

El porqué de estas deficiencias en materia de seguridad no solo exige ser esclarecido cuanto antes por la línea de mando, sino que estas deben ser resueltas a la mayor brevedad para evitar que actos criminales tan repudiables como este se repitan. Resiste toda lógica que los terroristas encuentren condiciones propicias para infligir el mayor daño posible cuando lo desean. Vivimos inmersos en un conflicto inacabable y bajo la amenaza constante de organizaciones al margen de la ley, por lo que el costo de bajar la guardia es incalculable. Si bien es cierto que los integrantes del Ejército que resulten involucrados tendrán que asumir lo que les corresponde por su presunto descuido, urge que los investigadores determinen la autoría material e intelectual del ataque para conocer con certeza si el ELN está detrás, como todo parecería indicar.

Pese a que la relación Gobierno-ELN está rota desde hace tiempo, aún se mantenían acercamientos dispersos, pero si se confirma su responsabilidad en este atentado será muy difícil superar la desconfianza para abordar un diálogo en lo que queda de la administración Duque, que no debería menospreciar el nuevo aire de un adversario que ha fortalecido su capacidad militar y claramente no está fuera de combate.