Acusado tantas veces de difundir herejías a lo largo de sus 8 años de pontificado que conmemora hoy, el papa Francisco no se cansa de correr riesgos. El más reciente, su visita apostólica de tres días a la martirizada Irak –toda una insensatez a juicio de sus propios consejeros– donde fue testigo de excepción del sufrimiento de los cristianos diezmados sin piedad por la persecución implacable de los fundamentalistas del Estado Islámico, organización terrorista cercana a Al Qaeda en sus orígenes que empleando una violencia brutal también ha sido verdugo de miles de iraquíes a quienes consideraba ‘falsos musulmanes’.
No hay tregua para este pueblo –cuna de la civilización– sometido, desde los años 80, a devastadoras guerras, una tras otra, que han desencadenado una extrema inestabilidad interna agravada, sin duda, por la invasión de Estados Unidos en 2003. 18 años después, la confrontación no cesa, como tampoco las gravísimas afectaciones a la población civil más desfavorecida, resignada a malvivir en un país en ruinas.
Desafiando los riesgos por cuenta de la pandemia, pero sobre todo la amenaza de los extremistas que acechan a Oriente Medio, el papa Francisco cumplió la cita con la historia que no pudo concretar Juan Pablo II en 1999 por la negativa del dictador Sadam Hussein a recibirlo. En un gesto de enorme relevancia en el contexto del diálogo interreligioso y sustentado en su irrenunciable vocación de peregrino de la paz, el pontífice tendió puentes entre el catolicismo y el islam durante el inédito encuentro que sostuvo con el máximo líder chií, el gran ayatolá Ali al Sistani, quien lo recibió en su propia casa.
‘El me saludó, nunca se levanta y lo hizo dos veces para estrecharme las manos”, narró conmovido el papa Francisco, quien destacó de su interlocutor la “sabiduría y la prudencia de un hombre de Dios”. La reunión ampliamente celebrada por gobernantes de todo el mundo, entre ellos el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, también tiene una gran trascendencia política por el acercamiento con el chiísmo, la rama del Islam mayoritaria en Irak y en su vecino Irán. Un relacionamiento que será decisivo para ayudar a superar tensiones entre las religiones y generar nuevos espacios de fraternidad que permitan entrelazar un frente común contra los fanatismos.
En este camino de reconciliación que recorrió Jorge Mario Bergoglio en Irak también se alcanzó otro hito, la firma del documento sobre la Fraternidad Humana con Ahmed el-Tayeb, gran imán de la mezquita al-Azhar, la institución más importante del islam suní. Sobrecogido por tanta desolación, el Obispo de Roma oró por las víctimas musulmanas, cristianas y yazidíes en medio de las ruinas de los cuatro templos cristianos más antiguos de la ciudad de Mosul destruidos por el Estado Islámico, en el colofón del periplo. Una imagen que quedará para siempre en la retina de un mundo que no se cansa de reinventar la devastación de la guerra y la muerte.
El poderoso mensaje de Francisco en Irak, el pastor de las periferias, resulta clave en la construcción de un nuevo tiempo que promueva la tolerancia religiosa, el indispensable entendimiento y la unidad entre naciones, “la fraternidad es más fuerte que el fratricidio, la esperanza es más fuerte que la muerte, la paz es más fuerte que la guerra”. Sin duda, señales y actos de amor de un papa valiente, acusado de inconsciente y hereje, como él mismo advierte con cierta ironía. Un hombre extraordinario de decisiones plenas de humanidad inconmensurable que “no son un capricho”, más bien pasos extremos, pero alguien tiene que darlos.