En abril, el Ejército de Liberación Nacional, ELN, divulgó un intimidante mensaje en municipios del sur de Bolívar, en el que anunciaba que se sentía “forzado a dar bajas humanas con fines de preservar vidas” debido a que la población no había “acatado las órdenes de prevención en contra del Covid-19”.

En el panfleto, la guerrilla precisaba que solo podían trabajar “graneros, droguerías y panaderías”, mientras que las demás personas debían cumplir el “aislamiento” ordenado en sus casas. La revelación la hizo la ONG Human Rights Watch, HRW, que denunció cómo grupos armados ilegales han impuesto, en al menos 11 de los 32 departamentos del país, una serie de “prácticas implacables”, que incluyen crímenes, golpizas, maltratos e intimidaciones a civiles durante el tiempo de la pandemia.

Estas brutales medidas de castigo, ordenadas también por las disidencias de las FARC y las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, AGC, se han podido documentar a través de entrevistas telefónicas realizadas, entre marzo y junio, a líderes comunitarios, fiscales, funcionarios de entidades humanitarias, policías y residentes locales de zonas de Córdoba, Arauca, Caquetá, Chocó, Nariño, Norte de Santander, Guaviare y Putumayo, entre otras.

Estas organizaciones al margen de la ley que utilizan panfletos y mensajes de Whatsapp para dar a conocer sus atemorizantes normas violentas y legitimar su accionar criminal ‘decretan’, sin excepción alguna, toques de queda, cuarentenas, restricciones a la circulación de las personas, vehículos y embarcaciones.

Además, fijan sus propios límites sobre los días y horarios de apertura de establecimientos comerciales y prohíben el acceso a las comunidades para extranjeros y visitantes de otras zonas del país. Quienes incumplan sus órdenes pueden llegar a ser asesinados, como ya ha ocurrido en 9 oportunidades, según documentó la misma Human Rights Watch.

A sangre y fuego, estas estructuras armadas imponen su salvaje control social en zonas remotas, muy distantes de los grandes centros urbanos, en las que el Estado ha revelado una histórica incapacidad para ejercer presencia permanente dejando a los ciudadanos en una condición de absoluta indefensión y sometidos a la arbitraria autoridad de los ilegales generalmente inmersos en disputas sanguinarias por el control territorial de las actividades criminales.

En medio de la pandemia y durante la inédita figura del aislamiento preventivo obligatorio, ¿quién defiende a estos colombianos de los que nadie se acuerda, ni siquiera en épocas de relativa normalidad?

Aterrorizados por los castigos y sentencias de muerte anunciados por los grupos armados, so pretexto de impedir la expansión del coronavirus, las personas de estas comunidades extremadamente pobres y vulnerables deben permanecer en sus casas poniendo en riesgo su seguridad alimentaria, salud física y emocional y hasta sus propias vidas.

Duele saber que ni en el más azaroso de los tiempos recientes, campesinos, comunidades afrodescendientes e indígenas, entre otros habitantes de la Colombia profunda pueden mantenerse seguros en sus hogares. Es prioritario que el Gobierno nacional acoja los llamados de la Defensoría del Pueblo, de organizaciones humanitarias y de la propia Human Rights Watch para garantizar la protección de los moradores de estas poblaciones, donde es muy limitado el acceso a alimentos, servicios públicos y atención en salud, especialmente en momentos en el que el alcance de la pandemia en el país es cada vez mayor.