Vuelve y juega. Por cuarta vez consecutiva se ha aplazado el inicio de los trabajos de recuperación de 200 metros del muelle de Puerto Colombia, una obra de ingeniería que constituye uno de los grandes símbolos sentimentales de los atlanticenses.

Todo estaba previsto el lunes pasado para la firma del acta que daría comienzo a la construcción de la estructura, pero, de modo sorpresivo, se canceló el evento. El Fondo Nacional de Turismo (Fontur), responsable del proyecto, y Fiducoldex, la fiduciaria encargada de su implementación financiera, alegaron que en uno de los contratos hay ciertos aspectos técnicos que deben corregirse.

Más allá de la complejidad que puedan revestir los supuestos desajustes encontrados en la documentación, la sensación que queda entre los atlanticenses es que nos encontramos ante un nuevo capítulo del cuento del gallo capón, al que nos tiene ya habituados la burocracia capitalina cuando se trata de atender proyectos en nuestra región.

La Gobernación del Atlántico afirma que ha cumplido sus deberes, en el sentido de que ha garantizado el aporte correspondiente de $9.100 millones para la obra. La Nación debe poner los dos mil millones restantes, una suma irrisoria en comparación con el presupuesto billonario que maneja.

El problema no parece ser de plata, sino de interpretaciones legales. Más allá de que estas revistan real complejidad o sean meras leguleyadas, ya ha transcurrido tiempo de sobra para que fueran subsanadas, si se considera que el contrato con el Consorcio Puerto Colombia se adjudicó el 17 de mayo de 2018.

El gobernador Verano no ha ocultado su disgusto con este nuevo aplazamiento del inicio de las obras, y no es para menos. Estamos hablando de un proyecto que tiene no solo una enorme carga emocional para porteños y barranquilleros, sino unas interesantes posibilidades de explotación turística por la historia que alberga la estructura.

Nos referimos, evidentemente, a las corrientes migratorias que ingresaron en nuestro país por el viejo muelle, construido en 1888 por el cubano Cisneros y que fue en su día el segundo más largo del mundo.

Aquella obra, que en cualquier otro país hubiera sido preservada como una reliquia, comenzó a caerse a pedazos hace una década ante la alarma de los atlanticenses y la pasividad de las autoridades centrales, que tienen atribuida la conservación del muelle.

Y, si nos descuidamos, si siguen estos enojosos aplazamientos, nada tendría de raro que un día descubramos con estupor que los 200 metros de concreto han sido tragados por el mar.