Las instituciones aportan regulación y orden. En ellas se condensa la seguridad de la ciudadanía, que les entrega sus necesidades y confía en la provisión de soluciones.

Tal grado de certeza es garante del funcionamiento de la sociedad, de manera que las individualidades propias de la vida personal solo se integran a las demandas sociales y reciben respuestas del mismo tenor.
Ahí trascendemos, entonces, sentimientos unilaterales como hacer justicia por la propia mano, pues el sistema que investiga y juzga las acciones que alteran las buenas costumbres es tan sólido que transmite tranquilidad a los conciudadanos.

Cuando no es así, todo se desajusta. Y surgen episodios lamentables como el linchamiento del supuesto violador del barrio Los Almendros de Soledad, Gabriel Antonio Palomino García.

Durante los días previos, los vecinos habían reportado la violación de tres mujeres, lo que se sumó a las escalofriantes estadísticas que se reportan desde distintos lugares del Departamento. La falta de respuesta de las autoridades, según los vecinos, exacerbó los ánimos, hasta los hechos que produjeron finalmente la lapidación.

No está claro si él era realmente el autor. Sus familiares dicen que no. Pero los ciudadanos enardecidos no se detuvieron a hacer las preguntas que en un estado de derecho se formula la justicia: ¿Eran válidas la pruebas?, ¿había méritos para iniciar la investigación?, ¿cuáles eran los argumentos de la defensa? Sopesados todos los elementos, ¿cómo se declararía al acusado?

Bien lo dice una máxima del derecho clásico que nos rige: nadie puede ser condenado sin antes haber sido oído en legítima defensa. Ahí es cuando echamos de menos la institucionalidad sólida que por momentos parece hacernos falta.

Sin que pueda usarse de ningún modo como justificante de la barbarie, la muerte del supuesto violador coincide con las noticias que hemos tenido que reportar en este medio sobre demoras en procesos judiciales, libertad de presos que tenían órdenes de captura vigentes y antisociales que los jueces creían en prisión pero seguían delinquiendo.

Es lamentable que hayamos llegado a estos extremos. Actuar como lo hacen los criminales es, simplemente, emular la conducta que se intenta condenar.

Y más que eso, asistir a un proceso de justicia vano que, en las instituciones, por ejemplo, permitirían castigo, reparación y la garantía de no repetición.

Debemos hacer un llamado a la sensatez de los ciudadanos, pero también a la eficiencia y eficacia del accionar institucional.

Todos, de alguna forma, somos responsables de que la nuestra no termine convertida en una sociedad de barbarie.