Querer ser y querer actuar de manera seria y “madura” ha sido de cierta forma una línea predominante en la conducta y el comportamiento de quienes ingresamos, en su momento, a la etapa de la adultez. Enfocarse, desarrollarse y crecer está muchas veces relacionado directamente con una necesidad de concentrarse en la productividad, como quiera que ella misma se aloje en la interpretación de cada uno de nosotros. Individuos, sociedades y estados han y hemos incorporado esta premisa a la cotidianidad y a muchos les ha conducido ciertamente al logro inexpugnable de sus objetivos.

Ahora bien, una vez se llega al lugar deseado, se tiende a construir una estructura que soporte de manera firme el trofeo y, otra paralela, que lo perpetúe. Es casi inevitable, pero es allí donde se tiende a olvidar y a deslegitimar los caminos y planteamientos derivados y/o complementarios que no se presenten con el mismo vestido, el mismo ritmo y la misma voz y que suenan a ratos hasta ridículos.

Por fortuna existen excepciones a la regla que refrescan la observación de la vida y las posibilidades humanas, y nada menores. El Kawaii es una de ellas. En los años 80 Japón había logrado incrustarse, con lujo de detalles, en la cima de sus objetivos, pero la presión social de actuar con “madurez” empezó a encontrar su fecha de vencimiento, hasta colapsar.

Entonces, recurrieron al Kawaii, una adaptación de un concepto milenario que describe, revive y exalta el fenómeno de lo lindo y lo tierno. La palabra también alberga lo tolerable, lo posible y según su etimología y lectura en japonés está vinculada con el amor.

El Kawaii se convirtió rápidamente en una respuesta, una subcultura, una especie de rebelión pacífica y dulce de libertad, inocencia, inmadurez y entretenimiento infantil, tan poderosa que arropó velozmente al país completo y traspasó sus fronteras.

El Kawaii está en todo y ha generado una economía circular incalculable: trenes y aviones pintados, diarios noticiosos diagramados, revistas, electrodomésticos, barreras de contención de proyectos de construcción, marcas de cadenas de restaurantes, juguetes, todo intervenido con estas figuras coloridas de animalitos y niños en diálogo y conversación. Pero como todo en ellos, siempre con fondo y asiento filosófico, le dieron valor a lo intangible, desarticularon lo “serio” y la presión a la que estaban sometidos como sociedad, repensaron la participación del hombre en la misma y le hicieron considerar la ternura, lo bello y lo infantil como un movilizador fundamental.

En 2006 el entonces primer ministro Shinzo Abe describió su país, basándose, entre otras, en el Kawaii, en lo bello y lo trascendental de su nación, su cultura, sus tradiciones y su historia. En 2009 el Ministerio de Asuntos Exteriores designó a tres representantes oficiales como embajadores del Kawaii en el mundo.

El primer mundo y su vanguardia encuentra en la contracultura una posibilidad cierta, real y comprobada de descompresionar su sociedad mientras fortalece sus arraigos. Este tipo de “rebeliones” es necesario concebirlas y provocarlas, sobre todo, cuando plantean y exponen el poder transformador de lo simple para hacerlo, como lo hace el Kawaii a través de lo bello, lo tierno y lo infantil.