A través de las ricas narraciones que conforman sus cosmologías diversas sociedades humanas se imaginan a sí mismas a través de los animales. Ellos representan elementos de sus subjetividades, de su ética y de sus normas sociales. La animalidad actúa como un marco referencial para comprender las conductas humanas socialmente aprobadas y también las consideradas reprochables. Como ya se ha dicho desde la antropología los animales nos sirven para pensar sobre el mundo. Usamos a los animales para modelar el paisaje de nuestra humanidad tanto en lo relacionado con los aspectos materiales de la vida como en los de nuestra imaginación. Uno de los animales que con frecuencia aparece en los relatos es el murciélago del cual se sirven los indígenas para dar lecciones acerca de la vida.

El murciélago, era en tiempos mitológicos un antiguo palabrero que solía llegar a las casas de los wayuu en la oscuridad que antecede al amanecer. También lo hacía en las horas del crepúsculo poco antes del anochecer. Usaba un sombrero que le cubría la mitad del rostro y no podían verse sus ojos. Se expresaba en susurros y su voz era inaudible o ininteligible para el auditorio. Las disputas humanas que debía solucionar se agravaban y usualmente las familias que tenían una pequeña querella terminaban por irse a la guerra con dolorosas pérdidas de vidas humanas. Por ello fue reemplazado como palabrero. Desde entonces quienes actúan en el campo de la justicia y la búsqueda de la paz deben llevar la palabra con la claridad matinal. Sus rostros y sus gestos deben estar abiertos al escrutinio humano. Su voz y sus argumentos deben ser tan claros y transparentes como la luz del sol. Por ello al mala palabrero se designa con el término pusichi que en la lengua indígena quiere decir. murciélago.

De la conducta de este animal también se sirven los indígenas para censurar el excesivo apego a las cosas materiales que nos depara la existencia humana. En una ocasión un joven wayuu intentaba aferrarse tozudamente a la puerta de un vehículo de transporte en donde notoriamente no había lugar para él. Una mujer mayor le reprochó con sensatez su necia insistencia diciéndole “no seas como el murciélago que se agarra con sus largas uñas de las ramas y de los techos de las viviendas y debe entonces ser separado a escobazos por los humanos.” Ella recalcaba la posición preferida del murciélago colgado siempre con la cabeza hacia abajo lo que refleja una escasa dignidad.

La indígena del relato era mi tía, se llamaba Ramona Prince Ulians y era hija de un marino de Bonaire con una valiosa y prudente mujer wayuu llamada Santos Uliana. En situaciones complejas recuerdo estas ancestrales lecciones que aprendí de ella sobre el murciélago. Estas conductas recogidas en hermosos relatos nos enseñan que debemos actuar siempre dentro de la prístina claridad del día y también que, de las buenas fiestas, de los malos amores y de los cargos públicos hay que saber retirarse a tiempo.

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