Nada más cercano a lo sagrado que un niño recién nacido. Mirar al “Niño Divino”, más allá de cualquier conceptualización espiritual, es mirar la inocencia y el amor que nos evoca la criatura al llegar, sin importar su raza, su estirpe, su condición socioeconómica, es ternura envuelta en piel, es espíritu puro hecho cuerpo.

Esa pulsión de amor es energía creativa, es sentimiento de ternura, protección y gozo que despierta el niño, la naturaleza original que llevamos dentro, nuestro origen que se va silenciando y perdiendo a medida que comenzamos a recibir el impacto del ambiente, la frustración, la tensión o contracción emocional que trasmiten los cuidadores. Los adultos “responsables” del niño comienzan a reprimir su espontaneidad en aras de educar de acuerdo con patrones aprendidos, roles y expectativas emocionales y comportamentales que de una u otra manera repetimos por lealtad familiar.

El niño para complacer a sus seres queridos y obtener aprobación requiere cumplir con condiciones establecidas por el mundo de los adultos y pasa a intentar “ser un niño bueno”, “ser dócil” o “ser el orgullo de… ”. Siente que de no ser así experimentará rechazo, soledad, se forma un auto concepto erróneo o inadecuado, de incapaz… y así, poco a poco pierde el paraíso y es expulsado de ese escenario de atención, tolerancia y amor ganado al nacer por solo respirar.

El niño interno herido, desdibujado, aprisionado, se crea y recrea desde una programación emocional y mental o ego que aprisiona la esencia natural y da paso al control y al miedo, el mundo se va tornando un lugar inseguro, se pierde la confianza en ser como se es, el demonio de la culpa y/o el castigo van moldeando estructuras relacionales que nos alejan cada vez más de la simpleza, la bondad natural, la expresión libre y auténtica de lo que se siente momento a momento y de comunicar las propias necesidades y sentimientos. ¿Esto suena conocido?

Todos nosotros nacemos puros, inocentes, relajados de manera natural, salvo que se tenga alguna condición especial como un dolor o síntoma que moleste, todos somos un “Niño Dios” llegando a la tierra, amamos a quien se nos acerca desde cualquier forma o rol, como padre o madre, ricos o pobres, bonitos o feos, educados o analfabetas, de cualquier color, peso, raza, desde la mirada del niño son sus ángeles, al mirar cada forma sonríen y se lanzan a sus brazos.

Para llevar relaciones saludables necesitamos un camino de reconciliación con los guiones, las historias, las creencias que nos retienen y aprisionan, traer a la consciencia aquello que guardamos en lo profundo y que ha mantenido secuestrado a nuestro niño interno. Volver al niño es regresar al paraíso, es vivir el cielo en la tierra, es el regreso a la vida que fluye naturalmente, en armonía, confiando en lo que nos rodea, libres de pasado, en presencia atenta, en conexión con lo que va surgiendo para responder a las relaciones con la frescura de un árbol que se nutre y sostiene en la tierra mientras se deja acariciar por el viento, calentar por el sol y bañar por la lluvia.

Abrazar nuestro niño interior, libre o mágico, es posible cuando:

Toma responsabilidad por lo que sientes.
Cuida de ti mismo.

Expresa tu sentir.

Enfócate aquí y ahora.

Libera tu pasado, reconcilia lo que fue y acepta lo que es.

Se amoroso y amable contigo.

Confía en que la vida te lleva a buen destino.