Quise hallar a ese héroe en las monedas que de niño deslizaba en un cerdito de cerámica, en la hamaca que colgué en una habitación del pasado, en el busto de una plaza, en el himno de un mal poeta, en la caracterización de un buen actor, en el nombre de mi bisabuelo, en la biografía de Indalecio Liévano Aguirre, en el relato de su romance con la francesita de Salamina, que me contó mi padre, en la cresta del páramo de Pisba, acatando su destino de Aníbal suramericano, en la ardiente determinación de Pativilca, en la sencilla grandeza con que pacificó a Pablo Morillo en Santa Ana.

Quise hallar a Bolívar en la lucidez de su Carta de Jamaica, cuyo proyecto político inconmensurable sería desbaratado por la ambición de los caudillos, el sabotaje extranjero y el provincialismo del graduado más eminente del cubil de leguleyos del Colegio de San Bartolomé, como lo llama Gabo. A veces creí vislumbrarlo en sus discursos y en los versos intolerables de «Mi delirio sobre el Chimborazo». Escribo «intolerables» porque los mismos que le concedieron los títulos de «Excelencia», «Libertador» y «Tirano», juzgan apócrifa la obra y se rehúsan a llamarlo «poeta».

Sin embargo, coincido con su biógrafa limeña: «No es exagerado decir que la revolución de Bolívar cambió el idioma español, pues sus palabras marcaron el comienzo de una nueva era literaria. El viejo y polvoriento castellano de la época, con sus florituras y sus engorrosas locuciones, en su notable voz y pluma, se convirtió íntegramente en otra lengua: imperiosa, vibrante y joven».

En las letras hispánicas, Bolívar ha sido uno de los héroes problemáticos por excelencia. Álvaro Mutis acentúa su refinamiento europeo en El último rostro; García Márquez lo muestra Caribe en El general en su laberinto; en «Las sangres encontradas», Zapata Olivella lo percibe negro y lo enjuicia: «Simón, se te acusa de haber dejado a tus palabras lo que pudiste defender con el filo de tu espada: ¡la libertad de los ekobios!»; Germán Espinosa en Sinfonía desde el nuevo mundo hace de Bolívar un símbolo del republicanismo y un déspota. Hasta Borges cedió al embrujo de Bolívar. En su cuento «Guayaquil», el hallazgo de una carta parece esclarecer el duelo sin testigos que Bolívar le ganó a San Martín en 1822.

Con cuarenta y siete años, luego de arrebatarle a España un imperio cinco veces más vasto que Europa, cayó muerto de desesperanza en una cama prestada. Había sacrificado por un sueño hasta el último centavo de su fortuna. «Hubo que pedir prestada una camisa limpia a un vecino amable, tras lo cual se arregló un remedo de funeral por el que pagó un voluntario».

Nunca un héroe ha sido más tergiversado e instrumentalizado. En Un canto para Bolívar, en cambio, la voz de Pablo Neruda brota como en una canción desesperada:

«Todo lo nuestro viene de tu vida apagada,

Tu herencia fueron ríos, llanuras, campanarios,

Tu herencia es el pan nuestro de cada día, padre».