Acabo de leer Medio siglo con Borges, el nuevo libro de Mario Vargas Llosa. Casi no hay nada nuevo en sus páginas. Está bien escrito, sin duda, pero uno se queda pensando en lo mala leche que debe ser alguien a quien Borges le concede una entrevista en su apartamento y se le ocurre poner en primer plano que la casa de un ciego tiene goteras o que su habitación parece un calabozo. «Con razón fue capaz de aporrear a Gabo», me dice un amigo escritor. Borges, tampoco le perdonó la afrenta, agregó. Por alguna razón que ignoro, el libro del Nobel peruano me hizo acordar de los «Fragmentos de un evangelio apócrifo». Borges decía que había que leer para citar; y citar mal, para corregir. Quizá por eso me atreví a murmurar:
Bienaventurados los lectores, porque sin saberlo se han preparado desde siempre para la cuarentena, han acumulado libros en sus casas, donde otros acumulan odio y desesperanza, han acopiado historias, cuentos, sueños, viajes, poemas, que de pronto son más necesarios que nunca, los que se acostumbraron al olor de los libros al amanecer, entreverados de sueños y de pesadillas, los que pueden disfrutar de una copa en soledad y un buen cuento de Onetti, acaso «El infierno tan temido», los que no necesitan salir porque son argonautas consumados, que persiguen a diario vellocinos en las páginas menos pensadas, al doblar una esquina cualquiera de Comala o de Macondo, bienaventurados los lectores, cuya nostalgia es ilimitada, como un río sin orillas, como «La lotería en Babilonia», los que interrogan El libro de los ejemplos, tratando de hallar en sus cuentos medievales un instrumento para interpretar el presente.
Luego pensé que la cuarentena me estaba pasando factura. Dejé entonces los libros para ver el cortometraje que Jaime Abello me envió hace semanas sobre La peste del insomnio. Como siempre, las mujeres lo hicieron mejor, concluí. Me sorprendió que el extraordinario actor Andrés Parra, leyera sin alma, casi con desgano. Recordé que Gabo, luego de un prolongado aislamiento, había hecho una fogata con todos los libros que le sirvieron para la escritura de Cien años de soledad. Imaginé que uno de esos secretos libros era la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides. Volví a la biblioteca y encontré lo que buscaba. El estratega ateniense se había distraído de la guerra a causa de una extraña y desconocida peste. Como no sabía el nombre de la enfermedad y no podía nombrarla ni señalarla con el dedo, echó mano del arte por describir sus síntomas y consecuencias. Su relato excepcional es quizá lo más memorable del libro. De hecho, a lo largo de veintiséis siglos, legiones de arqueólogos e historiadores han tratado en vano de bosquejar el esquivo rostro de la pandemia que se ensañó con Atenas en plena guerra contra Esparta.
Es curioso, pero sin el relato de Tucídides, la peste del insomnio no hubiera sido posible, y menos el cortometraje. Aquí están dos fragmentos que, sin duda, debieron contagiar a Gabo en su virulento confinamiento mexicano: El primero dice: «la imposibilidad de descansar y el insomnio los agobiaban continuamente»; el segundo, «Otros, en fin, en el momento de restablecerse, fueron víctimas de una amnesia total y no sabían quiénes eran ellos mismos ni reconocían a sus allegados».
Una plaga cíclica.
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