No falta quien sostiene que detrás de todo está la industria farmacéutica, en un siniestro intento por reactivar el lucrativo negocio de las vacunas. Sin embargo, dicen otros, por aquí lo único que se ha reactivado ha sido la venta de papel higiénico.
Los jerarcas de la Iglesia, a través de eucaristías virtuales, sostienen que este cataclismo a gran escala era tan previsible como necesario, para que de una buena vez la peste de los impíos vuelva sus ojos al Señor. Los pastores, así mismo, pontifican que el milagro de la cura está en el diezmo. Antes de caer fulminado en la nueva Aleta del Tiburón, un hincha furibundo aseguró que el virus era un invento para convertir los estadios de fútbol en hospitales de campaña y los moteles en unidades de cuidados intensivos. Los mandatarios de derecha, altamente preocupados por la salud económica de la patria, propalaron la especie según la cual la virulenta infección no era más que una inocua gripecilla, y que aun si no lo fuera, los veteranos del mundo debían inmolarse con orgullo por el bienestar financiero de Wall Street. Los líderes de izquierda, con su habitual devoción, acuñaron el término «gerontocidio», y acusaron al capitalismo salvaje de ser el responsable de una nueva y brutal matanza de inocentes, cuyo propósito consistía en reformar a las malas el sistema pensional.
Así, mientras los unos acusan a los otros —y los otros a los unos—, la pestilencia se toma nuestras calles, los corruptos nuestro presupuesto y los autócratas nuestra libertad. ¿Pero por qué en el Decamerón medieval los jóvenes se confinaron voluntariamente para huir de la peste y los viejos de hoy en día deben hacerlo por decreto? ¿Cómo fue que llegamos a este nuevo orden imaginado, como diría Harari? Algunos dicen que acudiendo al viejo y muy eficaz recurso de esparcir el miedo.
Sea como fuere, cuando la prensa internacional comenzó a registrar en China los primeros casos de infectados, nadie pareció tomar en serio la noticia. En la víspera del Año de la Rata no hubo petardos ni fuegos artificiales para ahuyentar al terrible «Nian». Aun así, nadie pudo vislumbrar que pronto los cadáveres comenzarían a apilarse en fosas comunes, pistas de hielo y morgues improvisadas.
Hoy, mientras la Casa Blanca se encomienda al desinfectante y la Casa de Nariño a la virgen de Chiquinquirá, ni siquiera hay consenso en la comunidad científica acerca de la eficacia del confinamiento. Lo único cierto, en todo caso, es que el microscópico mutante ha cobrado a la fecha más de 350.000 vidas en el mundo, y en Colombia ha convertido a los médicos en villanos, liberado por las malas a los pillos y encarcelado a los abuelos dizque por su bien.
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