Escribo estas líneas en un lugar de Moncloa, resguardado de la fortísima lluvia madrileña en un providencial café de mexicanos. Después de un espléndido paso por Sevilla, me acompañan mi hijo Orlando y su novia Valentina, viajeros formidables, quienes me han dejado instalado en una de las mesas del café, pues el Museo de América, que acabamos de visitar, tiene narigueras sagradas, orejeras finísimas, cerámica precolombina, canoas ceremoniales y hasta momias de Paracas, pero por desgracia no dispone de una humilde mesa para la escritura.
Acabo de contemplar, sobrecogido y nostálgico, el majestuoso tesoro Quimbaya. Hace mucho quería escribir sobre este tema, pero no quería hacerlo hasta no conocer de primera mano uno de los grandes tesoros de la humanidad. La historia dice que en 1890 unos huaqueros hallaron en dos tumbas ubicadas en el sitio de La Soledad, cerca de Filandia, ancestral territorio Quimbaya, un tesoro de fábula digno de las mil y una noches. Entre coleccionistas y negociantes, el hallazgo se esfumó rápidamente, se dispersó sin dejar rastro por el ancho mundo. Menos de un tercio de las piezas quedaron en poder del gobierno colombiano. Pero apenas tres años después, otro huaquero, uno que fungía entonces como presidente de la República, un tal Carlos Olguín Mallarino, en una clara muestra de cómo se ha administrado este país, regaló lo que no era suyo a la reina española María Cristina de Habsburgo, dizque por ayudarnos a resolver un insuperable conflicto con Venezuela, un argumento tan risible que dan ganas de llorar.
Como sea, entré al museo y me fui directo al tesoro. Contemplé el ajuar funerario, 122 piezas elaboradas por orfebres iluminados del pueblo Quimbaya entre el 500 y el 1000 d. C. El conjunto de objetos de oro y tumbaga, una suerte de aleación de oro y cobre, más importante de la América prehispánica, tanto por su técnica y calidad estética como por formar un ajuar completo. Perplejo, como si estuviera en el sótano de Beatriz Viterbo, vi anillos mágicos, vi collares ornamentales, vi bastones de oro, vi caciques Quimbaya, vi poporos de ensueño, vi vasijas más hermosas que el Santo Grial, vi cascos de guerreros invencibles, vi animales de caza y compañía, vi figuras antropomorfas, vi narigueras, vi colgantes, vi el laborioso trabajo de orfebres inspirados, cuya madurez creativa se había propuesto incorporar el arte a la vida cotidiana -que tal vez sea el destino superior de las artes-, como decía Gabito, vi el universo, sí, el infinito universo Quimbaya antes del fin del mundo, cuando todo era tan reciente que las cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el oro.
La historia está envuelta en el mito, uno de los cuales afirma que el tesoro Quimbaya es tan fabuloso que lo que se exhibe en el museo es en realidad una réplica. Ese es el tesoro que el actual gobierno colombiano quiere repatriar. El mismo que el gobierno español no quiere devolver…