Hace doce años invité al crítico Roberto González Echevarría al I Congreso Internacional de Literatura de la Universidad del Norte. Evento que ya va para su séptima versión. Lo cual, según los entendidos, es mucho. El notable maestro cubano, que trabajaba por entonces en la prestigiosa Universidad de Yale, aceptó sin titubeos, pero después su visita se vio frustrada por algún obstáculo que ya ni siquiera puedo recordar.
Dentro de las preguntas que tenía para formularle, al calor de una cerveza fría en La Cueva, se hallaba una que había cobrado un sabor especial. Tenía que ver con un cuento colombiano, escrito antes de la invención del cuento y, claramente, mucho antes de la invención de Colombia. Escrito en los tiempos en que la Inquisición, en un acto de indecible perversidad, había prohibido la lectura y escritura de ficción en las colonias españolas del Nuevo Mundo.
Casi doscientos años antes de que Edgar Allan Poe escribiera las narraciones que sentaron las bases del cuento moderno, un escritor neogranadino, hijo de un soldado del conquistador Pedro de Ursúa, supo burlar la censura y narrar con inusitada maestría la historia de una negra voladora, de una bruja poderosa, de una alcahueta de la estirpe misma de Celestina. Este cuento sería incluido en 1997 por González Echevarría en el apartado sobre el periodo colonial de la célebre antología The Oxford Book of Latin American Short Stories, libro que trabajo por estos días con mis estudiantes de la Maestría en Literatura y Escrituras Creativas de la Universidad del Norte.
En un país afrofóbico como Colombia, con una crítica literaria tradicionalmente miope, torpe y centralista, bajo el control de la Iglesia y al servicio de la clase señorial santafereña, el personaje de Un negocio con Juana García cayó en el olvido, si es que alguna vez se le consideró. Los historiadores de la literatura decidieron consagrar al poeta payanés Guillermo Valencia como la quintaesencia de la calidad literaria. Una obra fría, artificial, de “refinado gusto neoclásico”, desconectada por completo de la realidad social de Colombia. Desde el centro político y económico se falsificó, así, la esencia de la noción de literatura, de belleza poética, de valor estético.
¡Qué distinta habría sido la historia de la literatura colombiana si en lugar de subirse en las cervices de los lánguidos camellos de Valencia, hubiera tenido el valor histórico de contemplarse de cuerpo entero en las aguas del lebrillo mágico de Juana García! Un personaje memorable, con una sólida tradición que podríamos vincular no solo con la Celestina, sino también con la Trotaconventos, del medieval Libro de Buen Amor, e incluso con la bruja de Siape, la Madame Yvonne, de Marvel Moreno, o con la hechicera Rosaura García, de Los cortejos del diablo…